Se llamara Enrique— respondió mientras un aroma de cerezas inundaba toda la habitación. Aquella niña, aquella mujer, era mi madre y cuando un veinticinco de mayo me contó esta historia, con el miedo haciendo temblar las palabras, comprendí por qué me llamo Enrique y por qué me gustan tanto las cerezas.
A mi madre, a la que echo de menos siempre,
y especialmente cada veinticinco de mayo.
I
Apenas tenía quince años, pero su infancia se perdió en los recovecos de una guerra que parecía interminable. No le quedó otro remedio que arrimar el hombro (más allá de lo que sería exigible a una adolescente), para conseguir que su familia subsistiera. Su padre había tenido que cerrar el taller de reparación de calderas de los barcos porque cada vez atracaban menos buques en el puerto (y los que lo hacían no se quedaban el tiempo suficiente para que los arreglaran por miedo a los continuos bombardeos). Sus dos hermanos mayores, Lucas y Ángel, habían sido llamados a filas y hacía meses que no tenían noticias de ellos, salvo una carta que les llegó desde el frente de Teruel la Nochebuena del año anterior. Las mujeres de la casa tuvieron que sacar la familia adelante, como siempre—decía su madre—, pero con más visibilidad. Su hermana llevaba casi un año trabajando como enfermera en el hospital provincial, y ese sueldo junto con alguna chapuza que hacía su padre les daba para poco. No era fácil alimentar a las siete bocas que aún quedaban en casa. Tampoco había mucho que comprar, ni siquiera teniendo dinero, pero sin tenerlo era mucho más difícil. Tuvo que crecer de golpe, con el hambre siempre alrededor, ayudando a su madre y ocupándose de sus hermanos cuando ella salía a buscar algo para echar en el puchero con el escaso dinero que tenían.
La noticia de que podría empezar a trabajar despachando en la farmacia del mercado, aunque solo tuviera catorce años, fue recibida como si fuera una fiesta. Don Luis, el boticario, un hombre bueno, socialista convencido y amigo de su padre, les había hecho un gran favor. Ahora podrían comprar más cosas. Quizá un poco de leche para su hermano de tres años que el pobre se estaba quedado raquítico.
Todas las mañanas de camino a la farmacia pasaba por un huerto en el que se levantaba imperial un enorme y frondoso cerezo. Lo había visto florecer, relamiéndose en la espera de ver aparecer aquellos pequeños frutos rojos que siempre le habían encantado. Se detenía como hipnotizada, intentando aspirar el aroma de sus flores mientras buscaba un hueco en la valla por donde acceder al huerto y coger las cerezas de las ramas más bajas en cuanto aparecieran. Esa mañana de mayo vio esos puntitos rojos decorando las ramas del árbol y sus labios dibujaron un sonrisa que se incrementó al descubrir una abertura, no muy grande, en el muro, que le permitía introducir su pequeño cuerpecito reptando. Se incorporó, sacudiendo el polvo de la falda, y le pareció estar en el jardín del Edén. Se acercó despacio y se abrazó al tronco sintiendo toda la vida que fluía por el interior del centenario árbol. Alcanzó dos cerezas unidas y se las colocó en su oreja—como hacía antes de la guerra—, dejando que se balancearan durante un instante, sintiendo su caricia en el lóbulo, imaginando que eran piedras de coral de los mares del sur, como aquellas que salían en los libros de aventuras que leía a escondidas. No estaba bien visto que las muchachas leyeran novelas que lo único que hacían era llenarles la cabeza de pájaros —decía su madre—, y más les valía aprender cosas útiles, como coser y bordar o aprender a llevar una casa, en lugar de dedicarse a esas tonterías. Antes de meterse una cereza en la boca, jugueteó con ella entre sus dedos, palpando su textura, la sujetó entre los dientes, la saboreó sin morderla hasta que la rompió, sintiendo un estallido de dulzura y acidez. Nunca podría olvidar el éxtasis que le produjo la primera cereza viajando por su garganta camino de su vacío estómago. No pudo comer más que siete u ocho (seguramente alguien había descubierto el agujero antes que ella y había dado buena cuenta de las que resultaban accesibles), pero fue más que suficiente para que se trasladara a tiempos más felices y afrontara el día de mejor humor.
Lucía el sol de primavera cuando llegó al mercado y le pareció que la gente estaba más animada que de costumbre. Quizá el aroma de las cerezas que todavía la acompañaba, le hacía ver las cosas con más optimismo.
— Buenos días, don Luis— saludó sonriente mientras se dirigía a ponerse la bata blanca que colgaba del perchero de la rebotica.
— Buenos días, hija—le contestó el farmacéutico, mirándola por encima de unas gafas redondas.
La mañana iba transcurriendo plácidamente. No había sonado la sirena que la aterraba y la hacía salir corriendo hacia el refugio más próximo. Apenas un par de personas habían ido a la farmacia y los había atendido don Luis personalmente. No comprendía entonces por qué algunos hombres la consideraban invisible y se dirigían directamente al boticario, pidiéndole algo en susurros. Ni se imaginaba que aquella casa calle arriba en la que solo vivían mujeres y por cuya puerta su madre le había prohibido pasar, tuviera algo que ver en la actitud de aquellos hombres. Ni siquiera cayó en la cuenta cuando un día, don Luis echó con cajas destempladas a un joven, prohibiéndole volver a pisar la farmacia, por haberle pedido a ella un profiláctico (que no sabía lo que era, pero debía ser algo muy malo a juzgar por el enfado del boticario).
Todavía notaba el regusto de las cerezas y se recordaba a sí misma recogiéndolas del árbol cuando escuchó a algún comerciante del mercado gritar : ¡Sardinas frescas!
Salió a la puerta con el rostro iluminado como si alguien estuviera anunciando el maná llovido del cielo y vio a una multitud agolpándose en torno a varios carros. No pudo ver aquellos pequeños peces, pero los imaginó con su lomo plateado, revoloteando nerviosas en las cajas.
— Don Luis, ¿me adelanta algo del sueldo para comprar sardinas?— le preguntó con un brillo en los ojos que hubiera impedido que alguien se negara.
— Esta bien—contestó el farmacéutico, sonriendo—. Toma—añadió después de coger unas monedas de la caja—Y compra para mí también.
II
El cuarto embarazo estaba siendo el peor de todos. Quizá porque ya la había pillado mayor o porque no se acordaba de los anteriores (del último habían pasado seis años, trece del primero y casi doce del segundo). Temía el momento del parto como ninguna otra vez. No es lo mismo parir una criatura con veintidós años que con treinta y muchos—pensaba—. Aun así, se había negado a dar a luz en un hospital, como hacían casi todas las mujeres en aquellos años. No estaba dispuesta a dejar a su hijo en manos de cualquiera para que se lo cambiaran por otro, o peor, que alguien se lo llevara. Corrían muchos rumores por entonces de bebés que desaparecían y se los daban en adopción a familias ricas que no podían tener hijos, diciéndole a las madres que el niño había nacido muerto. Y no le extrañaba, sobre todo después de ver como la había tratado aquella monja con cara de vinagre, mirándola como si fuera una asesina de niños cuando dos años antes, había tenido un aborto y no le quedó más remedio que ir al hospital. ¡Menudas eran! —ya lo decía su padre—: «las monjas y los curas en cuanto ven dinero son capaces de hacer lo que sea». Lo cierto es que su padre no se llevaba bien con el clero. Se jactaba de no haber pisado una iglesia más que cuando lo bautizaron, que era muy pequeño y no se acordaba—solía decir—, cuando se casó, y cada vez que tenía que bautizar a un hijo. Y bastante lamentaba haber tenido que entrar siete veces y ver al cura con aquellos faldones echándole agua al recién nacido. Quizá le había trasmitido ese anticlericalismo, pero tampoco ella se terminaba de fiar, sobre todo de las monjas. Aunque no conocía a nadie a quien le hubieran robado el niño y solo eran rumores que corrían entre las vecinas (algunas de ellas afirmaban conocer varios casos), no estaba dispuesta a correr el riesgo. Si una pareja adinerada no puede tener hijos, pues que se aguanten y no vayan comprando el de nadie. Y mucho menos robándolos de aquella manera. Ella lo tendría en su casa, como toda la vida, con su madre y la comadrona, como todos los anteriores. Aunque este se estaba haciendo de rogar. Había salido de cuentas dos semanas atrás y a veces amagaba con salir, pero no se decidía, lo que la obligaba a guardar reposo. Pasaba las horas sentada en un sillón junto a la ventana, leyendo todo lo que caía en sus manos. Eso era lo único positivo: poder dedicarse a leer, sin sentirse culpable por estar desatendiendo otras cosas de la casa que su madre y su hermana mayor se encargaban de organizar. Dejó el libro abierto sobre su pecho y se acarició el vientre con suavidad, como invitando a la criatura a que saliera a conocer el mundo.
—¡Vamos, hija! No tengas miedo, mamá está deseando verte la carita—le susurró con cariño.
Estaba convencida, o mejor dicho, quería creer que sería una niña y así completar las dobles parejas, aunque la familia de su marido prefiriera varones que perpetuaran el apellido que a punto había estado de extinguirse de no ser porque ella había aportado dos muchachos para la causa. Ya había cumplido. Una chica sería mejor como consuelo de su vejez. Los hombres, ya se sabe, en cuanto pueden vuelan del nido para formar el propio, y no es lo mismo una hija que una nuera.
Mientras se acariciaba el vientre con suavidad, tratando de darle todo el cariño del mundo a aquella criatura que habitaba dentro de ella, escuchó abrirse la puerta. Volvió la cabeza y vio a su madre sosteniendo por el reverso un cuadro de un metro y medio de alto por un metro de ancho del que solo se adivinaba el marco de pan de oro.
— ¿Qué es eso— preguntó, incorporándose para verlo mejor.
— Ya verás qué pronto se decide a salir la criatura— contestó su madre, mostrándole una pintura de un señor con barba poblada y una aureola dorada (bastante desvaída por el paso del tiempo), vestido con una túnica blanca y una casulla roja—. ¿No sabes lo que es?
— Pues no, la verdad. Parece un cura…
— ¡Un cura, un cura! ¡Es San Ramón Nonato! —la interrumpió airada—. El patrón de las parturientas. No sabes lo que me ha costado conseguir que me dejaran el cuadro. He removido Roma con Santiago para conseguirlo. Menos mal que Quinita , la vecina, tiene una amiga que es muy beata y conoce al párroco de Santa María y fueron a pedírselo. Ya verás cómo va a ser mano de santo y de hoy no pasa que te pones de parto.
— Sí tú lo dices.
— ¿Cuánto hace que saliste de cuentas?
— ¿Qué día es hoy?
—Miércoles.
—Digo de mes
— Ah, veinticinco.
— Pues me tocaba para el día diez de mayo, así que calcula… quince días.
— ¡Qué barbaridad! ¡Menos mal que San Ramón lo va a solucionar enseguida— exclamó mientras colocaba el cuadro apoyado en el respaldo de una silla, sonriendo satisfecha.
— Por cierto, ¿ya habéis decidido como lo vais a bautizar? — preguntó, mientras se sentaba al lado de su hija.
— Si es una niña se llamará Inés.
— Como la del Tenorio— replicó, tratando de disimular el disgusto, con un gesto que no pasó desapercibido.
— Precisamente por eso—respondió, sonriendo— Ya sabes que me encanta esa obra.
— Sí. Ya lo sé. Te la sabes de memoria— dijo, incrementando el gesto de fastidio.
— ¿Por qué pones esa cara?
— Por nada.
— Venga, que te conozco.
— Mujer, es que como a la otra le pusiste el nombre de tu suegra…
— Y bastante me fastidió hacerlo, pero tuve que aguantarme.
— Pues por eso si es una niña le podías poner el mío, que al fin y al cabo es el tuyo también.
— Por eso mismo, con dos Pepas en la familia ya hay bastante— dijo, soltando una carcajada.— A esta—acariciándose el vientre—, la voy a llamar como me dé la gana.
— Bueno, se llamará Inés si tu marido quiere, porque igual hace como tu padre. Tu hermana pequeña tenía que llamarse Filomena, como mi madre, y acabó llamándose Marina, como la Ópera que le gustaba tanto.
— Es que el nombrecito de Filomena se las trae…
— Sí, es verdad—acabó concediendo entre risas—. ¿Y si es un niño?
— Pues no lo he pensado, porque no va a ser un niño. Esta es una niña y se está haciendo la remolona para salir.
— Bueno, voy a la cocina a preparar un café y te lo traigo con un poco de leche, que te vendrá bien—dijo, dándole unos golpecitos en la mano—. ¡Y tú, Inesita o como quiera que te llames a ver si te decides a salir de una vez que nos tienes a todos empantanados!— añadió, dirigiéndose al abultado vientre de su hija.
— ¿Qué hora es?
— Acaban de dar las ocho y media. ¿Por qué?
— Porque se me hacen muy largos los días aquí sin hacer nada.
Cuando su madre se fue a la cocina se quedó mirando el cuadro de San Ramón Nonato. Aunque resultaba un poco lúgubre, como casi todas las pinturas de santos, al menos no estaba ni desollado vivo, ni asado en una parrilla o atravesado por cientos de flechas. Estaba de pie y tenía una expresión plácida en el rostro que infundía tranquilidad. Cerró los ojos un momento y de pronto le llegó un aroma de cerezas sin saber de dónde venía. Sintió la primera contracción con tal fuerza que se sujetó el vientre y solo pudo gritar.
— ¡Mamá, he roto aguas!
III
La primera explosión la pilló a mitad de camino entre el mostrador y la puerta. Se quedó paralizada por el miedo. Conocía esa sensación después de haber escuchado ese mismo sonido tantas veces durante los dos años anteriores, siempre precedido por el zumbido de la sirena que activaba el pánico y la hacía correr al refugio más cercano a una velocidad vertiginosa. Pero esta vez la sirena se había quedado muda. Dudó de que fuera un nuevo bombardeo y miró a don Luis, esperando que negara la evidencia que un nuevo estallido se encargó de confirmar junto al ruido de cristales rotos en mil pedazos, alguno de los cuales se clavaron en su blanca bata, en sus brazos y en su cara, produciéndole unos pequeños cortes de los que empezaron a manar algunas gotas de sangre, acompañando a las lágrimas que se desprendían de sus ojos.
El farmacéutico fue el que la rescató de la inmovilidad mientras seguían escuchando las incesantes detonaciones y los gritos de angustia de la gente en la plaza del mercado. La arrastró hacia la rebotica entre una nube de polvo y humo que impregnaba todos los rincones de la farmacia. Bajaron al sótano por una escalera angosta y se quedó allí acurrucada durante un tiempo que le pareció infinito, tapándose los oídos, balanceándose como si pudiera ahuyentar el sonido de las bombas, como si quisiera desterrar el miedo que le corría por las venas, inundando todo su cuerpo, produciéndole un temblor incontrolable y un llanto desconsolado, tratando de engañar a la muerte una vez más. ¿Qué les habían hecho para que no dejaran de bombardearlos? ¿Por qué a ellos? ¿Cuándo acabaría de una vez aquella maldita guerra?
Y de pronto, se hizo el silencio, un silencio denso que se rompió con la sirena que anunciaba el final del bombardeo.
Se incorporó despacio, respirando aliviada por haber sobrevivido una vez más, y ya eran muchas—tantas que había perdido la cuenta—, pero todavía un poco aturdida. Se dejó conducir por el boticario en dirección a la escalera y subió cada peldaño lentamente, como si su cuerpo no le perteneciera. Era el tributo que le pagaba al miedo después de cada bombardeo. Se quedó parada en medio de la farmacia, resistiéndose a salir de esa especie de letargo en el que la sumía el pánico que parecía dejarla sin sangre en las venas durante un tiempo. Pasó la vista por los cristales rotos, por la puerta arrancada de cuajo de su marco y por algunos muebles destrozados.
— Vamos a ver en qué podemos ayudar. ¡Coge vendas de la estantería! —le gritó el farmacéutico, mientras revolvía los cajones en busca de algunos medicamentos.
Aquel grito pareció activarla y se apresuró a coger algunas vendas de los anaqueles que todavía se mantenían en píe, y se encaminó deprisa hacia la puerta. Pero cuando salió a la plaza le pareció que todavía seguía sumida en el sueño y que la peor de las pesadillas no había hecho sino comenzar. Una nube de polvo permanecía suspendida en la plaza que junto al silencio que había sustituido al estruendo, le daban un aspecto fantasmal. El olor de la carne quemada y los cuerpos despedazados que se amontonaban en la plaza y el riachuelo de sangre y lágrimas que viajaba cadenciosamente en dirección al mar eran la imagen viva de la desolación. Parecía que el tiempo se hubiera detenido, como si todo hubiera muerto y solo unos espectros vagaran sin rumbo. Hasta el reloj del mercado se había parado exactamente a las once y veinte, cuando empezó el bombardeo.
Mientras bajaba el escalón de la entrada tropezó con el cuerpo de una mujer que yacía entre un gran charco de sangre y sintió como alguien, o algo, se aferraba a uno de sus tobillos. Un niño de unos seis o siete años se agarraba a sus piernas para evitar que se le escapara la vida por la herida del pecho. Se arrodilló y le puso una venda, presionando con fuerza, intentando detener la hemorragia mientras buscaba algún sanitario que se hiciera cargo de aquel chiquillo.
— Tranquilo, tranquilo. Todo va a ir bien—le decía acariciando sus mejillas, cogiendo su manita entre las suyas—. Ahora vendrá un médico y te llevaran a curarte—le susurraba aun a sabiendas de que no era verdad—. Tranquilo, tranquilo. ¿Cómo te llamas?
— …que— — le pareció entender que decía en un sollozo ininteligible.
— ¿Enrique? ¿Te llamas Enrique?
Le pareció que asentía casi sin fuerza
— ¿Cuántos años tienes, Enrique?
No llegó a responder. Apretó con fuerza su mano y exhaló una bocanada de aire, doblando la cabeza hacia un lado y se quedó con los ojos abiertos, ya sin vida, clavados en el cuerpo de la mujer que yacía a unos metros. Mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pasó los dedos con suavidad por los párpados de aquel niño y los cerró.
Hay imágenes que no se pueden olvidar, que te persiguen toda tu vida. A pesar de que apenas tenía quince años, sabía que nunca podría olvidar el sonido de las bombas, los cadáveres amontonados en los carros de pescado, sus manos ensangrentadas y la mirada extraviada de aquel niño.
Se marchó de la plaza sin saber adónde ir. Caminaba como sonámbula y solo quería alejarse lo más posible de aquel lugar en el que la muerte sobrevolaba con su guadaña , cobrándose el tributo de los vencedores.
Ni siquiera recordaba cómo llegó hasta el huerto en el que había estado unas horas antes. Una bomba había partido en dos el enorme cerezo, convirtiéndolo en un coloso derribado, con las ramas arrancadas y los frutos desperdigados por el suelo. Se abrazó a lo que quedaba del tronco y se quedó allí tumbada, aspirando el inconfundible aroma de cerezas, mezclado con sus lágrimas.
IV
Estaba tan cansada que casi no podía seguir empujando, aunque su madre y la comadrona no paraban de animarla a seguir.
— No puedo más. No puedo más—repetía casi en un susurro.
—Sí puedes—le decía la comadrona—. Lo has hecho otras veces. ¡Empuja! ¡Ya casi está!
Cuando pensaba que no iba a terminar nunca, al límite de la extenuación, escuchó el llanto del bebé, anunciando su llegada al mundo. Eran las once y veinte del miércoles veinticinco de mayo de mil novecientos sesenta.
— Vete pensando en un nombre de chico, porque es un niño—le dijo su madre mientras lo depositaba en su regazo.
Lo miró con ternura. Acarició sus mejillas sonrosadas y el pequeño le devolvió una mueca que ella interpretó como una sonrisa. Tocó sus pequeñas manitas y de pronto, el niño se aferró a su dedo con fuerza.
— Enrique. Se llamará Enrique— respondió mientras un aroma de cerezas inundaba toda la habitación.
Aquella niña, aquella mujer, era mi madre y cuando un veinticinco de mayo me contó esta historia, con el miedo haciendo temblar las palabras, comprendí por qué me llamo Enrique y por qué me gustan tanto las cerezas.
El 25 de mayo de 1938, la Aviazione Legionaria delle Baleari, la facción aérea del ejército fascista italiano situada en Mallorca, bombardeó la ciudad de Alicante. Este ataque se conoce como «El Bombardeo del Mercado» y fue parte uno de los ataques aéreos ocurridos durante la Guerra Civil Española (1936-1939). En la placa colocada por el Ayuntamiento en la Plaza del 25 de mayo se habla de 311 muertos.
Este relato fue publicado en Espacio 17 Musas el 25 de mayo de 2020. Te invitamos a leer otras relatos y artículos de Enrique Botella
Enrique ya nos regaló una maravillosa novela alrededor de ese bombardeo «El silencio y el mar», editada por Mankell, de imprescindible lectura.