A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA V: “ANALPHABET” – Alberto Cortés
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
18 de enero de 2025 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Un fantasma como yo no necesita la prisión de días y horas que supone una agenda, es un ser libre. Lo más parecido que hay en esta época es un desempleado o un jubilado, espíritus salvajes, aunque no hayan decidido serlo, en una sociedad matemáticamente etiquetada. Eso, aquí, es decir, en este cuándo, es decir, en 2025. Estreno año en mis apariciones como eidôlon, cada día más lejos de casa (mi Grecia Clásica de hace veinticuatro siglos). Y reincido en una zona de confort, el Teatro Central de Sevilla. Me veo caminando por sus pasillos, vacíos aún, debí de materializarme pronto, veo en los folletos de una mesa próxima que hoy habrá sesión doble y que la inauguración del mencionado 2025 será a cargo del dramaturgo, director escénico y performer ALBERTO CORTÉS quien protagonizará una obra llamada ANALPHABET.
Pienso en los artistas, les encanta las parcelas de libertad, pero tienen que ajustarse a un calendario si quieren encontrarse con su público. Lo mejor es ser un fantasma artista, ahí ya haces lo propio cuando te sale de los cojones, habla la experiencia. Pero aquella tarde me encontré en el escenario de la Sala B algo que no esperaba. Quiero narrarlo tal y como lo experimenté, con todo el envoltorio de susto y entrega que consiguió hacerme sentir Alberto Cortés con el personaje que interpretaba. Cámara rápida hacia ese momento: Llega la gente, los trabajadores del Central les atienden con su inmejorable calidez, suben a la Sala B, cola tremenda, me salto la cola (para eso soy un espíritu), toman rápido los asientos no numerados, charla, más charla, silencio repentino, sombra creciente, se intuye una cuña de paredes negras que aísla el centro escénico en forma de rectángulo menor a las dimensiones del espacio disponible, alguien grita por los pasillos «¡Alberto!», oscuridad plena en sala, cuchicheos, sombras de pasos que toman posiciones, silencio expectante, la música de un violín agresivo cruza la oscuridad como si se abriese una grieta en la realidad.
Luz Prado es la intérprete de ese instrumento y creó atmósferas sonoras que evocaban a venticas, mareas, tormentas y urgencias de todo tipo, el ambiente propicio para una revelación llegada de otro mundo, acompañada a su vez por una luz muy tenue, que apenas dejaba ver su presencia, así como un círculo floral en el centro de la escena, y, apenas intuido, el cuerpo de Cortés concéntrico al mismo, desnudo de cintura para arriba, con pantalones propios del siglo XVI y las pantorrillas tiznadas de negro. «Aquí», fue la primera palabra del show, «voy llegando poco a poco», y la risa del público arrancó tras la contención musical y la oscuridad.
Entonces ocurrió la mayor de las sorpresas para mí. Yo que estaba recostado en la butaca, relajado como lo está alguien que está intrigado por lo que ve, me puse de pie como un resorte cuando aquel personaje preguntó en voz alta: «Fantasma, ¿estás aquí?». Por supuesto, miré alrededor, pero nadie podía verme. «Si estás aquí, haznos una señal» comentó y no se me ocurrió otra cosa que meterme el dedo en el carrillo de la boca y propiciar ese sonido de apertura de botella, «¡pop!». Nada pasó, pero al cabo continuó «Fantasma, ¿para qué has venido hoy aquí?» y yo respondí que para verle a él, como todos, vaya preguntita… Todo esto lo inquiría mientras hacía movimientos espasmódicos, en el sitio, girando como un muñeco dentro de una caja de música, algo grácil y limitado. «Fantasma, dinos quién eres» a lo que voceé con orgullo «ARISTÓFOCLES» mientras él mismo declaraba «ANALPHABET». Me quedé con cara de niño tonto, sin querer comprender del todo que aquello era un monólogo, presentación de un nuevo mito, una suerte de fantasma del Romanticismo que se aparece a las parejas que discuten y las que les narra su historia y les canta. Me senté con disimulo de nuevo, muerto de vergüenza, a pesar de que nadie podía verme y nadie lo sabría jamás.
A partir de entonces se desarrolló una historia de preguntas abiertas, de reflexiones salvajes con disfraz bucólico, y canciones cuya forma retrotraía al folclore oral, medieval incluso, pero cuyas letras estaban empapadas de humor y, a ratos, erotismo canalla. El enfoque para esta obra es muy talentoso, la actitud de seria confesión que conversa con el público y que hace trabajar la imaginación de los asistentes desde la complicidad («ahora tenéis que mirarme como si fuera un paisaje», llegó a decir, en ropa interior, abierto de brazos, sentado en el suelo, «¡qué paisaje! ¿Verdad?»). No obstante, hubo momentos desconcertantes, siempre en danza entre el absurdo y la poesía, dos cúspides creativas más difíciles de lo que parecen a simple vista. Como aquella vez que, tras recitar sus pocas verdades, confesó Analphabet «Esto es todo lo que sé. La Academia es cara y yo un fantasma pobre», o aquella otra que se preguntaba en voz alta «¿Qué buscas en el teatro?» y contestaba de forma tajante y desesperada «¡que se acabe!», y cascada de risas entre las butacas. Pero todo, desde la forma de narrar, pasando por los gestos, el propio texto, los silencios, y acabando por el acompañamiento musical, está diseñado para que sea una obra magnética y que, arrastrados fuera de la realidad, nos deja como público sin mucha conciencia del tiempo que transcurre, seduce desde sus múltiples recursos y su apariencia minimalista. «¿No estoy en un estado de gracia?» nos pregunta con mordacidad (y lo peor es que puede estar en lo cierto).
Sospecho que todos salimos satisfechos con la propuesta escénica, yo el primero. La historia que nos presentaron engatusó desde el inicio, independientemente de que a veces recorriese vericuetos narrativos y musicales, el humor oxigenaba cada pocos minutos una progresión de preguntas al aire y la mitologización del drama amoroso, por lo que aquí nadie podía descolgarse entre la penumbra del escenario y el brillo de aquel texto. «Y ya basta, que estoy dando el espectáculo». Presto admiración sincera, de fantasma a fantasma.
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