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ATRAVESAR TODAS LAS TORMENTAS – FeSt 2024 | Festival de Artes Escénicas

A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas. Una miríada de artistas desarrollarán estas semanas sus vértigos creativos en los escenarios implicados en la nueva edición del Festival de Artes Escénicas de Sevilla (feSt) del 10 al 20 de octubre de 2024. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.


SIGUE LAS CRÓNICAS LITERARIAS DE ESTE FESTIVAL EN FORMATO PODCAST A TRAVÉS DE MAPA DESBLOQUEADO (Clic en esta frase)


CRÓNICA LII: SEVILLA REMONTA EL VUELO – FeSt 2024 (Segunda parte)

EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO

 

17 de octubre de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Todas las tormentas arrastran su mala fama, una carga semántica, como la sombra de Damocles proyectada sobre el pavimento, que nos hace encogernos de hombros, plegar el acordeón de nuestra nuca, porque sabemos que aquel tipo no pasó a la historia por ir precisamente desarmado. Así se perciben las tormentas en el cielo, pero son puras fake news, como dicen ahora los periodistas anglotunantes: Esas convulsiones climatológicas nos recuerdan lo expuestos que estamos, nuestra justa medida, que hay asuntos que deben (y van) a resolverse, y que se está muy bien en los techados teatros de la ciudad. Ojo ahí, los teatros y salas son los hogares de las mejores tormentas. Y, por sorpresa, me pilló esta climatología emocional en la segunda tanda de espectáculos que recorrería el Festival de Artes Escénicas de Sevilla (feSt) este año.

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Aquel parpadeo que mencioné en mi última crónica me dejó en el mismo metro cuadrado, pero con una luz y orden completamente diferentes. Estaba de nuevo en PLATEA ODEÓN IMPERDIBLE, y una música jazz sonaba de fondo, muy relajante, y el escenario tenía sus metros de público despejados de sillas y mesas, casi como un dibujo rectangular de libertad, tan propio de pistas de baile. Busqué un reloj alojado dentro del vagón-cafetería que tienen en aquel elegante espacio: Las nueve y seis minutos, ya tarde para lo habitual, y un programa de mano describía que aquella noche habría un show de Pepín Tre titulado EL BRILLO DEL JENGIBRE.

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«Está fea la cosa» comentaba la camarera, mientras oteaba aquel espacio, en el que no había una decena de personas. Cambiaron la ubicación del espectáculo, lo pusieron en el entarimado frente a la cafetería, un lugar lleno de mesas y sillas que es muy acogedor y se anunció desde la organización que allí tendría lugar la actuación en apenas unos minutos. Me daba pena que el aforo estuviese desolado, pero más aún que no me contasen entre ellos, ya que como fantasma sólo los locos y los muy artistas me aprecian por el rabillo del ojo. Nos congregamos los siete (+1 eidôlon) alrededor de aquel centro, que ya gozaba del microfoneado, pedales y cables. Ojo que el atril parecía recoger, a modo de partituras, una edición abierta de la revista satírica El Jueves. Con mucha actitud, Pepín Tre se incorporó a la escena portando su guitarra eléctrica azul, junto a su acompañante, Belén Benito, que venía aferrada a un bajo negro.

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«Es difícil pero hemos logrado crear un espectáculo nuevo que sea exactamente igual que el anterior», dijo en su presentación, todo un monólogo que se balanceaba entre el absurdo y los datos recónditos propio de una enciclopedia. «Con los que queden de los siete, haremos un coloquio al acabar» bromeó echándole todo el morro. Y consiguieron crecerse poco a poco, y arrastrar a un público escaso pero entregadísimo a esa atmósfera tan marca de la casa. Todo entraba en sus monólogos, desde artistas como Kandinsky o Modigliani («un pinta monas») o el propio Puccini, que servía como excusa autoral para las obras musicales que interpretarían aquella noche. «Sólo tocaremos Puccini. La parte más desconocida de Puccini. Eso que cuando la gente lo oye dice, ¿pero eso seguro que es de Puccini? Y ahí está la sorpresa».

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Comenzó a tocar la guitarra, con mucha presencia en los altavoces, y se oyó a lo lejos a una chica gritar, probablemente inserta en algún juego adolescente, «mira cómo responde» señaló con gesto de domesticador de masas. A lo largo de las múltiples canciones que cruzarían el espectáculo, cabe señalar, porque me sorprendió para bien, ojo a esto, que se quedó en blanco con las letras de varias, pero era tal su capacidad de improvisación, su entrar y salir de la canción, y su gracia innata, que daba exactamente lo mismo porque todos estaban disfrutando muchísimo de su ingenio. «Si me equivoco es porque Puccini lo escribió en bajo sajonio y lo voy traduciendo sobre la marcha al sevillaní». Por otra parte, vaya voz más cálida tiene cuando canta, qué contraste con el riachuelo sonoro de su versión monologuista. De hecho, quiero destacar, ahora que pienso en la música de este espectáculo, en el tremendo solo de guitarra que se marcó Belén Benito, a plena distorsión y rescatando extractos de canciones famosas del acerbo popular del rock. Algo similar hizo con la última canción, que se marcó una suerte de solo de bajo, intervenido por Pepín Tre con un «solo de batería» bucal, en el que se flipó muchísimo, como debía ser, a la altura de su habilidad con las baquetas imaginarias.

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«¡Anda, si ya somos diez!» apuntó cuando subió el número de asistentes que estaban encantados con la actuación, comenzaba a amainar esa tormenta inicial, «sois pocos pero hay que ver cómo estáis de atentos, no me quitáis ojo» confesó y era una verdad honesta. «Imagino que cada uno de vosotros seguís una escuela de pensamiento» derivó con su monólogo, y llegó Freud el turronero, el Imperio Otomano, el cine hindi… («Este espectáculo tiene una cosa que es que avanza pero no mejora»), todo ello antes de concluir que él mantenía para casi todo «la ética del agujero: por aquí entra, por aquí sale, y estoy bien conmigo mismo», como si fuese un queso gruyere, a través del que todo fluía, nada quedaba. Ese pasotismo ilustrado tan propio de su show, su esencia y su sabiduría nos llevó a al final a una especie de levitación anímica. Me gustó que al final, aprovechando que éramos pocos y muy entregados, ambos salieron del foco, se pusieron en fila con nosotros y, hombro con hombro, todos hicimos una reverencia al escenario, como si el espectáculo hubiese sido un trabajo compartido. ¡Grande, Pepín Tre!

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18 de octubre de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Y al levantarme de aquella reverencia me vi en una sala oscura, distinta, mucho más contenida. Una figura respiraba y se movía con lentitud bajo una tela blanca en el suelo, la iluminación desfallecía rosada sobre la misma, el aforo estaba lleno aunque era algo bastante exclusivo. De aquellos bultos surgió una mujer con un vestido azul, y una flor blanca en la mano. El ambiente sonoro recordaba a oleaje y viento, algunos lazos elásticos caían desde el techo, y servían para suspender en la altura esas telas que manipularía. Ahí comenzó la actriz: «Soy Penélope» y ahí encajé otro tipo de tormenta, nutrida de ausencias y recuerdos.

Estaba ante la interpretación de PENÉLOPE, LA OTRA ODISEA interpretada por Viviana Bovino de Residui Teatro, y la historia me era muy familiar (si al final mi patria, la Antigua Grecia, está en todas partes, somos los grandes conquistadores del tiempo, porque nuestros soldados son las ideas… Y a ver cuándo hace una obra con las ideas de Aristófocles, pero ese es otro tema). En esta interpretación de la obra de Homero  el lenguaje cromático es importantísimo, el azul y blanco, como una ola que te remueve dentro y fuera del agua, que va entrelazando el dolor, la impotencia, el orgullo, el valor, la melancolía y el amor. «Cuando el mar está calmado, sueño con hundirme en el agua […] y sentir el calor de tus besos». Cuando aparece una cinta roja, un hilo rojo, es para desatar su garganta y devorar ese cordel que le ata a su destino.

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Esta obra me sorprendió porque la sentí muy natural, no tanto por el formato, sino por la esencia sobre la que está construido. Una mujer que, ante la ausencia y el tormento, se canta, se habla, se grita, se abraza, se esconde bajo las sábanas y se alza por encima de una tierra en la que no soporta mantener sus pies en todo momento.  Y viene acompañada de muchísima musicalidad, la actriz canta (y en varios idiomas), pero también se acompaña de atmósferas de piezas musicales (como alguna sacada de Amélie, obra de Yan Tiersen) y otras de efectos repetitivos que elevan la ansiedad exportada por el personaje. Por no hablar de las voces en off, recurso que elevaba el ritmo, al falsear el monólogo en diálogo.

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«Ulises yo ya no pienso contigo ni en contra de ti […] Yo sólo espero ser lo que soy: Una mujer viva». Declaraciones así llegaron al público mientras la veíamos cantar o gritar con los dientes apretados, pura resistencia y frustración. «Yo no tengo amor y tú no tienes casa». A esto se le sumó recursos propios de artes circenses, como ciertas escenas de acróbata, o incluso de las sombras chinescas, como esa pantalla blanca que creó con su tela, en la que proyectaba formas con la sombra de sus brazos y manos.

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Llegaron momentos en los que se tumbó sobre la sábana blanca y se ocultó con la azul (inversión cromática al papel con la que inició la obra) y también corrió en círculos por aquella sala, mientras habla de sí misma: «Una mañana se despierta y se da cuenta que se ha transformado en lo que lleva esperando tanto tiempo». Terminó entre aplausos sonoros y aprecié a Ricardo Iniesta en primera fila, junto a mí, por lo que pude deducir que la sala-océano en la que estaba pertenecía a TEATRO TNT.  Acompañé al público fuera, y el pasillo abierto al cielo anochecido estaba repleto de asistentes que estaban esperando una obra más. ¿Podría quedarme más tiempo en estas coordenadas del espacio-tiempo escénico?

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18 de octubre de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Disimulé, me interné en la sala principal, entre el público, busqué un lugar que no molestase mucho, me hice sombra en la sombra, anónimo en la masa, más fantasma que de costumbre. Y parece que coló. Me dieron tiempo extra y comenzó ATRAPADOS de la compañía de flamenco Nómadas. De repente estábamos en un cine en blanco y negro, con imágenes grabadas por una Sevilla nocturna, y surge la música propia de una película que muchos entre el público le tiene mucho cariño, El lado oscuro del corazón de Eliseo Subiela, cuyo protagonista, un trasunto de Oliverio Girondo, que recita poemas de poetas reconocidos como Benedetti, Neruda o el propio Girondo. De hecho sonaron algunos como Rostro de vos del uruguayo. Y a los minutos se prendió la luz en la sala y los personajes aparecían por el interior de una simulacro de bar, con sus mesas altas llenas de copas vacías, sus ceniceros (que delataban ya otra época), su mesa de billar y su ambiente decadente, bohemio, en sintonía con la mencionada película pero a lo andaluz.

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Hicieron su aparición la cantaora Inma la Carbonera, la cantaora y bailaora Ana Salazar y el guitarrista Paco Iglesias, por lo que poco tardó la música en brotar en el escenario y todo fluyó como un concierto pasional que difícilmente haría al público que quitase la vista de aquellos metros iluminados. Fue un despliegue de baile y pulso a las seis cuerdas que comenzó un juego de aplausos por el público tras cada acto, por así decir, dentro de esta historia. Poco más tarde se incorporaría el bailaor Juan Amaya el Pelón, en gran parte también con la función de desahogo cómico, que aportó muchísima frescura y presencia.

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El tándem de artistas, afincados en el flamenco más natural, mantuvo la cabeza bien metida en una intención de modernidad y cinefilia. Esa reunión de bar, ese decadente tiempo fuera del tiempo, podría encajar en cualquier película cuyos protagonistas se ven arrojados contra las consecuencias de una vida que se les escapa y, aún así, deciden arroparse mediante el canto, el baile y la música. Mucho de esto tuvo también la puesta en escena. Un ramo de flores que acaba por el suelo, botellas que se van vaciando, luces cálidas y contenidas que dan cobijo a las sombras, y humo, mucho humo, porque los protagonistas no dejaron de fumar ni un instante, para mi desagrado personal (que ya bastante neblinoso soy), ni siquiera las propias cantaoras en custodia de su voz. La fuerza de la costumbre, imagino. Y el peso de la tormenta.

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De hecho, las transiciones eran ambientadas por cortes de luz, rayos climatológicos y más episodios en blanco y negro proyectados sobre el telón del fondo. En cualquier caso, la imagen que deseaban proyectar imperaba, el público estaba inmerso en la trama y sus revueltas, los actos concluían porque debían terminar, pero por nuestra parte, desde la grada, deseábamos que se estiraran como semanas. Como los episodios de percusiones con los palos de billar sobre la mesa o el suelo, el taconeo por la escena, fijando una baile de fotogramas casi pictóricos bajo los focos, o el baile alegre de Inma la Carbonera, sobre el billar, una vez liberada su preciosa melena, y por tanto, más aún su personalidad. El talento que allí se concentraba entre los artistas era apabullante, poco más puedo decir. Arrasó con una lluvia de aplausos, no reservados para el final y los saludos, sino sembrados por toda la obra, una recepción agradecida por parte de una sala a rebosar y una noche con mucho duende. Me di por satisfecho, sesión doble en el TEATRO TNT, incursión poliédrica en una misma jornada de feSt 2024. ¿Qué más puedo pedir? Quizás que esta tormenta no amaine de año en año.

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19 de octubre de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Se presentía como las últimas paradas de este viaje, había algo en el ambiente, como un acuerdo tácito entre los asistentes, el Festival de Artes Escénicas de Sevilla llegaba a su fin ese fin de semana, pero íbamos a disfrutarlo hasta el último minuto. Si mis cuentas no fallaban, a esas alturas sería sábado; cuando uno llega desde la sala de espera de la postvida es difícil «sentir» el calendario, para un eidôlon, esa domesticación de los días le es bastante indiferente, para qué mentir. Pero viene bien para cuadrarse en el tiempo de los vivos, la memoria sigue trabajando con la linealidad, mejor no perder esa brújula o te vuelves un perfecto imbécil que da los buenos días por la noche (en todos los pueblos hay uno). Precisamente anochecía cuando aparecí bajo un cable con bombillas de colores sujeto entre árboles, suspendidos sobre las cabezas de muchísima gente entusiasmada, que esperaba el inicio de una obra muy concreta a las puertas de VIENTO SUR TEATRO.

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La obra, como atestiguaban muchísimos carteles y panfletos (hacía mucho que no usaba la palabra «panfleto», qué entrañable sonoridad) era una producción que prometía un viaje interior, una larga distancia hacia uno mismo, con voces que todos conocemos como acompañantes durante un camino de incertidumbre, y un simulacro de espejo, algo tan peligroso: una puesta en escena del ego más honesto de alguien que desea algo tan peregrino y visceral como ser artista en un mundo que desorienta esos impulsos. Me refiero a la obra LA ESTACIÓN de Tercer Planeta, compañía de Tony Nuñez (aquí además único protagonista de la obra) y Nina Martínez.

En la sala hacía un calor que sólo fue in crescendo, entre el público revoloteaban los abanicos y folletos, y los altavoces emitían una grabación de alguien hablando desde una estación, con el ruido de trenes y megafonía de fondo, algo ininteligible debido al jolgorio de los recién llegados, impacientes por su dosis teatrera. La expectación era alta y todo el peso actoral para Tony Nuñez, un artista polifacético con desparpajo y mucha seguridad en su trabajo, porque es trabajo bien hecho (irrebatible, ya lo adelanto). Apareció desde el fondo de la sala, una vez todo el público había tomado posiciones, algo ya que parece un clásico en Viento Sur Teatro. Llegó ataviado con su traje de revisor, el mismo que portaba en los carteles, y anunció que comprobaría los billetes de los pasajeros, unos billetes que nos ofrecieron al pasar por la puerta cuya información del «Destino» estaba en blanco y, a pie de billete, una frase decía: «A veces, la única forma de avanzar es ir hacia atrás. La única forma de subir es bajar» y aquello podía ir o muy bien o muy mal, porque bien podía sopesar cierta reflexión filosófica o atajar por autoayuda de sobrecillos de azúcar, por lo que estaba intrigado.

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Pronto llegó la presentación de la estación como un espacio metafísico que todos visitamos alguna vez y en el que tomamos decisiones importantes. Casi como un plano mental, pero que él lo hacía común a todos. Yo pensé en mi sala de espera de la postvida, donde voy entre aparición y aparición como fantasma, algo muy similar. Bueno, a mí «me mandan» donde hay altas concentraciones de energía escénica, no tomo yo las decisiones, pero más o menos son no-espacios empadronados en el mismo distrito astral. «Si estás aquí es porque tienes una decisión que tomar». Y entonces ilustró la esencia de su espectáculo: Comenzó a cantar y nos dejó a todos con el culo torcido, como quien dice, porque tenía un vozarrón muy bien entonado y un dinamismo para moverse por el escenario que hacía que no le quitases ojo. Una apertura muy de película, desde luego, casi como siguiese la estela de cinefilia que vi en mi aparición anterior. Y entonces, llegó nuestro protagonista, al que acompañaríamos, tras despojarse del traje de revisor, apareció Tony Nuñez como Antonio Jesús («Podéis llamarme A. J.»), un humano, como tú y como (fui) yo, que sólo ambiciona una cosa: Ser artista.

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A pesar de que ese es el destino que marcaba su billete, no se le concedía el acceso. Tiene un camino de introspección que realizar, al que le acompañaremos, en esa dinámica de teatro y musical tan bien equilibrada. El humor es el lenguaje común en esta aventura (aunque no sé si se rio mucho la mujer sentada junto al pasillo cuando, en mitad de la primera parte de espectáculo, recibió un susto planificado por nuestro protagonista, que reverberó por los altavoces, y le hizo brincar de su asiento de la impresión… reír se reía, pero fijo que también se cagó en todo el Olimpo). «Lo único que quiero es poder vivir de mi pasión», expresaba como crítica, «los artistas existimos» y desencadenó un cálido aplauso. La personalidad de Tony se hizo rápidamente con la sala (quizás no tan rápido con la asustada), y es que se apreciaba cómo lo daba todo, el gran esfuerzo tras cada número y la meditada dirección artística que había seguido.

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Y ahí llegó una nueva canción. A estas alturas, creo que voy a resumir el total de las melodías como a mí me nació bautizarlas, para ordenar mis pensamientos, de nuevo la linealidad de la memoria. Fueron (igual me equivoco) la friolera de once canciones, prácticamente un concierto o película Disney (comentaron por mi fila que su manera de crear canciones era muy inspirada en ese tipo de historias). Bien, pues por orden, desde que apareció como revisor serían:

  1. La estación
  2. La expresión del alma
  3. Vivir es el movimiento
  4. Paso a paso
  5. No puedo elegir
  6. Frenamor Complex
  7. Mandamientos para la niña buena
  8. La canción del NO
  9. ¿Quién soy yo?
  10. Dentro de mí
  11. La estación (una metahistoria)

Toma ya, nunca hice en una crónica el setlist de un espectáculo, qué maravilla. Esperemos que pronto acabe en Spotify esta banda sonora, o eso me pareció escuchar entre los jóvenes de la fila de atrás (sea lo que sea Spotify, que en la Grecia Clásica no teníamos de eso). Además este listado de canciones me viene muy bien para apenas dibujar los caminos que tomó la obra sin destripar nada su argumento, ahí la imaginación de cada uno. Aún así veremos expresiones corpóreas de la experiencia, la complacencia, los miedos, las dudas y la desesperación, todo como escalones y adoquines colocados para que tropecemos en ese arduo camino que es la dedicación a las artes.

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Una obra llena de detalles, que nadie crea que me pasaron desapercibidos, cómo cuando la indecisión guarda los billetes hacia la Incertidumbre y la Seguridad, juntos, en el bolsillo del corazón. O los sobrecitos vitamínicos de Frenador Complex, repartidos al público, con todo detalle gráfico. Y es que también supo hacer que el público participase y se sintiese integrado, desde un desafiante «desearme suerte» para despertarlos al inicio, como cuando explica que estar enamorado es que «te vuelves gilipollas» pero que luego la cosa se apacigua y tienes menos paciencia con el otro y le echas cosas en cara (entonces la chica a mi lado le dijo a su pareja «ahí estamos nosotros» y menos mal que no pueden escucharme porque vaya carcajada). Gran actuación, conseguido absolutamente todos los personajes que se proponía, mensajes claros y críticos, nada de autoayuda barata (MENOS MAL) y mucha inteligencia emocional para autoaplicarse uno mismo. Hasta hubo un momento que jugueteo con el terror y consiguió que la misma chica de antes se aferrara a su pareja y confesara «joder, da miedo con esa máscara» e igual consiguió que les fuera mejor la relación y todo a partir de ahí.

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No puedo contar si consigue o no tomar algún tren, se tendría que ver la obra. Pero sí que animaron al público o bien a llevarse el billete en blanco para tener en presente a dónde quieren llegar o bien a confesar su horizonte y depositarlo a la salida en un lugar para recopilarlos. Justo al acabar él comenta las palabras que supe encajar en la grabación inicial de los altavoces, se cerraba el círculo. Seguro que esta obra girará muchísimo, eso espero. ¡Qué gran viaje!

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20 de octubre de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Salí por la puerta de la sala y aparecí en mitad del pasillo de PLATEA ODEÓN IMPERDIBLE bañado de nuevo por el neón azul cielo, azul cartel del feSt 2024. Qué imprevisible es la teletransportación (y qué adictiva). Seguía siendo de noche pero me fijé que, en el ordenador de la entrada, la fecha correspondía al día siguiente, veinte de octubre, y si mis cálculos no erraban, estaba a punto de inaugurar la última sesión que presenciaría de esta edición del festival. Mi fin de fiesta del primer aniversario como eidôlon recurrente en los auditorios de Sevilla.

El ambiente allí estaba relajado, era domingo noche, un horario que entiendo complicado para muchos. No obstante, la última obra que apreciaría bajo esta bandera del feSt se auguraba tranquila y reconfortante, una apuesta por la poesía de los grandes clásicos, la música atmosférica y, cómo no, el humor y su desparpajo: ¿QUÉ SUEÑAN LOS PRÍNCIPES? de Tabula Rasa, compañía cuyas cabezas visibles frente al escenario fueron Mariano Estudillo, el director y dramaturgo (en funciones, pues aventuraron en la obra que aún estaba estudiando la carrera), aunque también intérprete y músico (este hombre vale para todo) y José Luis Verguizas, en calidad de intérprete (un declamador de primera, debo puntualizar). Este dúo llego ataviado de negro, como la modernidad impone al respeto escénico, se posicionaron frente al público (escaso pero entregado), tomaron posesión de los micros. Mariano conectó su guitarra eléctrica (pero no una guitarra cualquiera… una Squier modelo Classic Vibe 70s Telecaster Deluxe, blanca con golpeador negro, bastante bonita y con mucha personalidad), prendió su Boss RC-30 (un pedal de loops bastante top, estoy de un anglotunante…) y arrancó esta historia que nadie sabía por qué cauce fluiría.

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Fueron de la abstracción a lo concreto, a posta, para despistar. «El Tiempo le hace creer, que nace en aquel momento» recitaban y es todo un orgullo arrancar con la Leyenda del tiempo de Lorca, para luego romper las alturas para explicar, como se explica el agua en los valles, qué pretenden, qué van a averiguar, cuál es la hoja de ruta en este experimento escénico que busca «entender la raíz de los textos que quieren abarcar», o eso dice el libreto del festival. Con un guion que agita los límites de la autoficción, rescataron a Calderón de la Barca y La vida es Sueño, «¿qué delitos cometí contra vosotros naciendo?», con un dolor bien transmitido y una intensidad de mirada y voz que violentaba la calma, en secuestro de atención. Aunque rápidamente se autocriticaron, «qué originales, comenzando con La vida es sueño», en confesión abierta de representarlo es un tarea

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Grandes clásicos circularon aquella noche, que si Esquilo y Los Persas, que si Sófocles y su Edipo Rey, «pero el Edipo Rey de Séneca» puntualizaron un par de veces, que si el buen Quijote de Cervantes («¡Ahí lo tienes! ¡El puto Quijote, justificando la libertad!»), luego a Santa Teresa («¡por fin una mujer!» reconocieron), que si el guiño al Hamlet de Shakespeare, así como el Hamletmachine de Heiner Müller, todo eso estuvo perfecto, pero mi ego, descontrolado como un perro bobo que ha visto algo moverse entre la maleza, salió disparado y pensé «¿y yo qué? ¿No han incluido textos de las obras de Aristófocles?», así que tenía un motivo más para quedarme allí sentado, atendiendo a la obra hasta el final.

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En cuanto a la parte musical, igual surgían instrumentales repetitivas que aterrizasen los recitales que ambos se repartían, como surgían temas icónicos del rock, como el  This is the end  de The Doors o una versión bastante libre de Sweet Dreams, por citar algunos ejemplos. Pero sin duda, otras de las partes dramatúrgicas que rompen con lo establecido, y suponen un bálsamo anecdótico y contranormativo fue la decisión de lo que yo llamaré como «Momento Yogur».

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Nadie se ría, es algo muy serio, porque requiere una ejecución física y una reflexión mental. A raíz de comentar los tipos de sueños, llegaron a los «falsos despertares», cuando crees que estás despierto y haces cosas comunes del día a día pero aún seguías en el sueño. Un ejemplo, iluminado gracias al técnico de luces, fue cuando te despiertas en mitad de la noche «a la cocina» y comes lo que sea. En concreto: un yogur. Entonces estos intérpretes abrieron un mueble que tenía allí a tal efecto y sacaron varias decenas de yogures que, inmediatamente, repartieron entre el público. Como eidôlon que soy, eso me valdría de poco, por lo que no me llevé ninguno, pero otros más afortunados, como un crítico que andaba por allí, se llevaron nada más y nada menos que tres yogures. Dos de ellos, de stracciatella, cuidao ahí. Me fijé en el gran detalle: Yogures griegos. Seguramente es porque venían de hablar de Esquilo y Sófocles, pero quiero pensar que lo hicieron en mi honor. Declararon que en este momento de la obra todos abrirían sus respectivos yogures y nos sentaríamos a comerlos en silencio. Y a reflexionar (aquí la parte peripatética). Y ahí que estuvieron todos en silencio, técnico de luces y camarera del bar incluidos, meneando el bigote, degustando la receta griega con trocitos de chocolate o fresa. «Mariano cree que en un escenario puede hacer cualquier cosa», se disculpaba José Luis, que argumentaba que luego los tachaban de no respetar a los clásicos. «Sé que puedo», argüía, entre cucharadas, el interpelado. Y, por lo que vi, estaban bien ricos esos postres. Fue uno de los momentos más extravagantes, muy divertidos, eso sí, que guardaremos en la memoria.

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Lo cierto es que esa energía y arrojo merecía mucho más público y, sinceramente, espero que lo tenga en el futuro próximo, porque hay un gran trabajo de investigación dramatúrgica, ensayo y sinvergüencería detrás de este proyecto tan potente y respetuoso con la esencia misma de los clásicos de la dramaturgia y poesía. Y con aplausos bien resonantes, que éramos pocos, pero bien motivados, despedimos a este dúo de artistas y a un festival que ha convulsionado en una tormenta de propuestas, asistencias, dificultades y fortunas. Una cita anual que merece, bajo mi punto de vista de dramaturgo de la Antigua Grecia, un ejército de trompetistas que anuncien con más fuerza esta programación tan abierta y poderosa. Y con este sueño, que ojalá sea real, como recogía Calderón de la Barca, me fui difuminando entre la luz azul y la sombra de la noche. Eso sí, antes de desaparecer, agarré un yogur y me lo llevé a mi limbo. Soy un espectador de pleno derecho del feSt 2024.

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