A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.
CRÓNICA XXX: “CARCAÇA” – Marco Da Silva Ferreira
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
24 de febrero de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
¿Cuánta energía puede contener un espíritu? Pregunta seria, ¿alguien con la carrera de Física me podría responder? Pongamos por caso un eidôlon, por decir, un fantasma humano que se arrastra en el espacio-tiempo y que se enfrenta a obras vibrantes y llenas de fuerza allá donde se materializa. Ojalá existiese un estudio, en una universidad perdida del otro lado del mundo, que explicase la espiral anímica a la que me sometí aquel sábado sometido a los designios de la danza. Pero no adelantaré acontecimientos, vamos por partes. Seguía aferrado a la cadencia creativa del Teatro Central, acaba de salir de una obra de danza y teatro en la Sala B, sería ya cerca de las nueve de la noche y, como ya se erige costumbre, encaminé mis pasos a la sala principal a ver qué me encontraba, porque sé que cuando sigo en una línea temporal es porque el auditorio no ha terminado conmigo, así funcionan las cosas en la postvida.
A escenario descubierto había a la izquierda una batería montada y al otro extremo horizontal del escenario una mesa de mezclas para un apoyo sonoro menos analógico. Todos entramos, aquello estaba bastante lleno, así que como no encontré rápidamente un asiento libre, con tal de no perjudicar a un vivo con mi sobreexposición, decidí reposar en las propias escaleras del graderío. Total, en caso de emergencia, sólo tendrían que atravesarme… Los músicos (João Pais Filipe y Luis Pestana) se iniciaron en escena y al retumbar de aquella batería, desde el pasillo por el que llegó el público, comenzaron a oírse gritos colectivos y fueron llegando un racimo de bailarines dispuestos a darlo todo en escena. Tomé un ticket caído a los pies de una espectadora próxima y leí, entre los bailes caóticos que comenzaban en el proscenio, el título de “CARCAÇA”, obra de Marco Da Silva Ferreira.
¡Energía, energía, energía! Diez jóvenes bailarines (André García, Fábio Krayze, Leo Ramos, Marc Oliveras Casas, Marco da Silva Ferreira, María Antunes, Max Makowski, Mélanie Ferreira, Nelson Teunis y Nala Revlon) iban desarrollando pasos y discursos físicos por los bordes de un enorme rectángulo blanco que se había dispuesto en el espacio escénico, y repartían el protagonismo con mucha mesura entre ellos, porque allá donde posaras la vista podrías contemplar un ventisca gestual que te despeinase las cejas. Al principio se mostraron efusivos, incluso, desafiantes frente al público. Pronto, desde el extremo más alejado a las gradas, al otro lado del largo rectángulo del suelo, bailaron como grupo a contraluz y ahí, justo ahí, se comenzó a intuir que ese grupo formaba una colectividad intencionada, más allá de lo evidente, como si hubiese sido congregado para simbolizar a toda una generación.
Sólo juntos se atrevieron, desde la distancia, a invadir aquel espacio en blanco, toda una declaración de intenciones, un «venimos a llenar el vacío», ¿y qué puede hacer uno frente a la ola generacional? Sentarse y mirar, por supuesto; aprender si estás de suerte y tienes la humildad activada, y así estaba la mayoría, sin saber dónde posar las pupilas que como mosquitos se posaban en los cuerpos fuertes y flexibles de unos y otras, incapaces de seguir una narrativa corporal sin distraerse con la violenta precisión del de al lado. Era un lujo contemplar aquella obra.El baile grupal, a veces, sincronizaba la energía y los pasos, excluyendo a alguien para que resaltase, de forma sutil, nada de corro alrededor del protagonista. Acción-repetición parecía la fórmula física que se encadenaba con los loops de percusión y líneas electrónicas que se implantaban desde los altavoces. Pero de esta manera van creando un propio lenguaje que, si bien no entiendo, intuyo, reconozco en su obra, y eso es ya una atalaya elevada. El ceñido vestuario negro fue creciendo con prendas satinadas de colores que hacían aumentar los recorridos de cada giro, de cada brazo o cadera, bajo aquella forma inspiradas en alguna suerte de plumajes exóticos. Algo más de idioma visual que progresa conforme avanza la obra, siempre en movimiento.
Luego llegó el momento en el que la horizontalidad blanca de aquel tatami fue suspendido en el aire mediante ganchos descendidos desde las alturas, para quedar expuesto a luces que hacían ver las formas de los cuerpos que habían descansado ahí, como una suerte de huella calórica, para convertirse inmediatamente después en una pantalla en la que proyectar los cánticos de una melodía reivindicativa contra el fascismo, para luego funcionar como fondo iluminado ante el que recortar en siluetas a los intérpretes que, con un extraordinario uso de camisetas sobre las cabezas, comenzaron a danzar con la artificialidad propia de seres de otro planeta que hubiesen surgido frente a nosotros, quién sabe con qué intención comunicativa, pero siempre llena de energía. Finalmente se acabó escribiendo sobre la pantalla, a modo de grafiteros, un último mensaje que deseaban compartir. Todo parecía un simulacro de libro abierto, algo que hubiese aceptado de brazos abiertos.
Durante aquellos setenta y cinco minutos de pura energía escénica, aquel intenso cardio que resultaba casi enojoso frente a la cómoda quietud del público, comenzó a hacerme sentir el peso de los veinticuatro siglos que portan mis hombros. Era muy extraño porque quería levantarme y saltar y correr y bailar pero… mi cuerpo no. No creo ser el único al que le hubieron trasplantado ese estado mental tras ver este espectáculo. Acabas cansadísimo de solo mirar el afán vehemente de estos bailarines por abandonar su carcaça y bailar libres de cadencias o movimientos cotidianos que impidan un lenguaje propio. ¡Y te entran ganas de bailar con sólo verles…! Pero sientes tal cansancio, tal océano de extenuación, que te quedas en tu asiento y miras, a los jóvenes, los fuertes, la nueva generación, cómo llega, arrasa, se alientan unos a otros y siguen el compás de aquella percusión traída del principio de los tiempos.
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