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DESIDIA SIMPÁTICA – Teatro Anatómico

A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionadas con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.


 

CRÓNICA XXIII: BAR/GOMA/BAR – Teatro Anatómico

 TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO

 

2 de febrero de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)

Me vi inmerso en una procesión funeraria muy simpática, ¡y no era la mía! Que hubiese sido lo lógico en un eidôlon, más quisiera (aunque este fantasma está muy vivo). No, la procesión transcurría en el recibidor del Teatro Central, su séquito silencioso ocupaba la entrada, alguien desde el balcón de la primera planta entonaba una saeta, tras el cerco, el creador David Montero, mantenía en pulso la urna con las cenizas de su madre, pues todo esta performance, que venía desde su casa con su propia banda de música mínima y sus cantes en diferentes rincones de la ciudad, estaba destinado a entregar en custodia tales cenizas a Manuel Llanes, en calidad de director del Teatro Central, a fin de que las custodiase hasta el estreno de su próxima obra la siguiente semana.

Tras los aplausos, a ritmo de trompeta y redobles de caja, el gentío se fue hacia el bar del Teatro y yo me encaminé hacia la Sala B, aunque ya con ese momento había merecido la pena en mi materialización. Como tantas veces, se había formado una cola a expensas de que se abriese el paso hacia la sala en el nivel superior. Ahí fue cuando escuché por primera vez hablar sobre psicofonías. Se trataba de una chica joven, con el pelo rosa y vestida de negro, que cuchicheaba con mucha efusividad hacia su interlocutor, un chico muy delgado y alto, también de negro absoluto. Habían venido con la historieta de Montero, luego se habían colado en el Teatro, pero su fin era localizar voces de ultratumba, porque aquello de transportar cenizas no les parecía muy sosegador, estaban convencidos de que habría en aquel punto actividad paranormal.

Yo me reí de buena gana, desconocían completamente cómo funcionaban los trasvases con el nirvana artístico, pero aquella carcajada fue interrumpida por un pitido agudo: «¡Viste! ¡El sensor paranormal funciona!» exclamó la chica, con los ojos bien abiertos, mientras una luz parpadeaba en una suerte de radio pequeña. «¡Tenemos que detectar qué es!» continuó, a lo que yo respondí un exabrupto, que me niego a reflejar aquí, pero que hizo saltar la alarma de aquella tecnología de nuevo. Cohibido, renegué de mi autocontrol y me fui escaleras arriba, directo a la Sala B, lejos de esa pareja tan extraña.

Desidia, simpática, teatro

Allí terminaba de prepararse la obra BAR/GOMA/BAR de Ana Sánchez Acevedo, Pedro Rojas-Ogáyar, que conforman la compañía Teatro Anatómico. Aproveché para hundirme en una butaca de la primera fila y ver cómo los coprotagonistas, en la oscuridad plena, hundido en sillones y alrededor de una mesa llena de latas vacías, paquetes de pipas y algún termo, esperaban la llegada del público. También había una mujer en una mesa aparte (¿quizás la propia Ana Sánchez Acebedo?), que se limitaba a mirar aquel centro de mesa desde cierta distancia dentro del escenario y beber de su botellín, cuyo único mudo movimiento enérgico (una huída), al final de la obra, no tiene especial relevancia con lo que allí se desarrollaba, por mucho que se intentase argumentar.

Destacaré, porque sinceramente lo merece, la belleza musical de la guitarra española de Rojas-Ogáyar que fue presentada en el inicio de la obra, desde la oscuridad de sala más absoluta, casi invitando a sumergirnos como público en un cuento que estaba por llegar. Para ello se servía de pedales de efectos para crear loops y algunas reverberaciones. Cada intervención musical era precisa y bella, una capa amortiguadora de tanta desidia, porque el jugo de la obra, si bien no era su objetivo, proyectaba desesperación por la vacuidad en el contenido y las formas.

Lo que se decía equivalía casi por igual a los periodos de silencio que se empeñaban en extender de forma intermitente por toda la obra. Los temas de conversación, que recibí con esperanza de ironía o evidencia terrible, resultaron ser una exposición superflua de las virtudes de las tradiciones folclóricas de gran parte de España. Hablar de las comuniones, la nostalgia de los campamentos cristianos, las supersticiones de nochevieja, la afición a los toros entre los más jovencitos, el fútbol… Todo a modo de charla centrada en rememorar los felices que fueron de niños en torno a esas atmósferas. Yo, no siendo de este tiempo ni estas latitudes, probablemente en un error involuntario, me preguntaba si no existe un discurso más aburrido para rellenar ochenta minutos de espectáculo.

Desidia, simpática, teatro

Y todo me pesa porque creo que los actores (Julia Moyano, Juan Luis Matilla y el propio Pedro Rojas-Ogáyar) tienen talento, mucho talento, y son capaces de mostrar una presencia simpática desde el principio (a pesar de la temática o la lánguida actuación entre sofás y paseos lentos alrededor del mismo, como si fuesen a la deriva). Incluso aprecio los ínfimos momentos dirigidos a la danza que se esbozan durante la obra. Por ello creí que era un punto de inicio, pero que luego desarrollarían una acción, un discurso, una propuesta netamente teatral que se diferenciase de una conversación plana y superficial en una sobremesa. Si yo estuviese en una reunión y allí empezaran a hablar de estos temas y de esta manera, poco tardaría en verter una excusa rápida y escapar lejos de aquella soporífera charla. Y, vuelvo a decir, el elenco actoral me encantó, cada uno tiene una fuerza escénica a su manera, y para mí lo mejor de la obra fue las piezas musicales a la guitarra.

Hubo casi un amago de superación, cuando a uno de los personajes, que se había quedado dormido, lo envuelven en una sábana por completo, con toda clase de cariño, para luego, cuando intenta despertar y salir, forzar que no salga, llegando incluso a la violencia física. Pero se desarrolló, a lo máximo, durante cinco minutos de los ochenta del total. Todo lo demás fue quietud, charlas sobre temas insípidos o evidentes, y silencios. Yo me pregunto qué hubiera pasado con otros temas para conversar y algo más de movimiento (ritmo poético, podría decir).

Desidia, simpática, teatro

Como dramaturgo, obviamente, esto me duele. Pero los bostezos que percibí chocan frontalmente con ese aforo prácticamente lleno que habían apostado por la obra. Por supuesto, escamado, tomé un panfleto que había sobre una silla y leí la sinopsis, cosa que no suelo necesitar para comprender una obra. Según aquel resumen creado por la compañía, no se sabe qué va a pasar en escena, pero a punta a que va a ser grandioso: Se habla del creador artístico Tadeusz Kantor, y su Teatro de la Muerte (algo que imagino que han querido simular, con la inclinación autobiográfica o la filosofía del absurdo…), de un bar frente al cementerio que usa un especial humor negro en las bolsitas de azúcar junto al café (la única referencia práctica, una proyección rápida contra el fondo antes de empezar con la acción), de las poéticas de la memoria, de la Muerte mayúscula… Nada de eso se percibe en la práctica, por mucho que se cuenten anécdotas en las que, a veces, se menciona que tal murió o a tal le notificaron una muerte. Falta profundidad. Queda una desidia simpática. Y sobra una cosa por completo: Ese final intensificando el ruido distorsionado hasta hacerlo insoportable mientras baja una línea de focos directamente hacia el público, casi como una venganza a los bostezos o a no apreciar a Kantor o elementos de poética en estos silencios o diálogos sosos. Desagradable. Más me impresionó la chica del pelo rosa del vestíbulo y su sensor paranormal que detectó mi carcajada. Tendré que andarme con cuidado.


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