A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionadas con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.
CRÓNICA XVIII: “Tan solo el fin del mundo” – Israel Elejalde y Teatro Kamikaze
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
13 de enero de 2024 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Tiritaba con todo el cuerpo sin ceder a la angustia, con la mente fría, en aquel aterrizaje forzoso de mi espectralidad, y esto era bastante extraño, normalmente soy todo fluidez, cambio de época sin fricción espiritual. Pero se ve que aquella tarde mi no-cuerpo dudó si enviarme de nuevo al limbo o quedarme anclado en el Teatro Central y, qué gran suerte la mía, se decantó por la segunda opción. La primera etapa de mi aparición aquella tarde había sido bastante irregular, experimenté un entusiasmo retráctil, y no quería arrancar el 2024 con esa frecuencia tibia. Necesitaba un subidón, algo que me abriese puertas mentales, y si mi gravitación fantasmal había echado el ancla en aquel auditorio era porque, sin duda, había una sorpresa jugosa para el público asistente.
La jugada maestra se titula TAN SOLO EL FIN DEL MUNDO y es una obra de teatro de Jean-Luc Lagarce, con dirección de Israel Elejalde. Cuando accedí a la Sala A donde se representaría ya el telón estaba abierto, podíamos apreciar todos la escenografía que representaba el interior de una vivienda de tres espacios (habitación, comedor y cocina), una puerta al fondo, mobiliario mínimo y blanco, decoración gris, oscura, como apenas un boceto en la importancia de la historia. Y ese marco será el hogar familiar, el pasado que se multiplica en varias direcciones, la casa de lo que se quedó atrás. Sobre una mesa en el comedor, un joven con traje de paciente de hospital está sentado muy recto, con la mirada perdida, mientras el público termina de incorporarse a sus butacas. Cuando se dio el pistoletazo de salida, arrancó una música electrónica y el chico comenzó a convulsionar hasta cristalizar sus movimientos en un baile de danza contemporánea. Miré a los vigilantes de sala, los trabajos del auditorio, mientras pensaba en la precisión de los programadores de aquel teatro, cómo habían hilado dos obras tan conectadas en la misma tarde, es increíble. O eso o el azar del universo cobra mucha voz cuando se ejerce el Arte.
Aquel baile fue interrumpido por la llegada de nuestro protagonista, un joven de 34 años, interpretado por Eneko Sagardoy, que nos anuncia sin angustia inicial aparente, que dentro de un año morirá. La obra teatral versa sobre una decisión: Volver al hogar y enfrentarse a la ausencia voluntaria que ha fabricado durante décadas entre él y su familia. Rápidamente apreciamos que el bailarín mudo, Gilbert Jackson, ejercerá durante la actuación la función de alter ego del propio protagonista (incluso llegará a vestirse igual que él), para servir como vehículo de expresión de lo que no puede o sabe exteriorizar aquel mediante las palabras, todo un acierto visual que funciona de forma paralela a la interpretación acostumbrada.
La propia familia tiene una potencia interpretativa que me dejó sin aliento (si es que los eidôlon tuviésemos aliento, ya me entiendes). Encontramos a Irene Arcos como la cuñada de nuestro protagonista, un elemento desconocido para él mismo pero quien tiende puentes empáticos entre la tensión natural de sus hermanos. Y en este sentido, Yune Nogueiras y Raúl Prieto ejercen como hermana pequeña y hermano mayor del hijo pródigo. En la cúspide de esta familia dispersa encontramos a la figura materna, aquí insuflada de vida por María Pujalte, la conciliadora que no dudará en hablar claro y exponer su visión nítida de todos ellos, porque los conoce, identifica cada rasgo de personalidad y su inevitable confrontación, como si un choque de trenes se tratase.
Todo un viaje entre sombras, por una mente que no sabemos si es víctima de pensamientos intrusivos, sufre de infelicidad congénita a pesar de haber recibido todas las atenciones del mundo o es arrastrado por un egoísmo frío que sólo se ha visto templado por la certeza de su fecha de caducidad. Todo apunta a una angustia onanista por su parte, un vicio difícil de corregir que le ha ido destruyendo por dentro.
Alguna vez, este hombre expresa su miedo a “que no le quieran”, pero no es esa la realidad que parecen mostrar el resto de personajes, más allá de los reproches naturales por someterlos al abandono. De hecho, el momento más emotivo, en el que la empatía puede cerrar las gargantas y humedecer los ojos, será el encuentro final entre el silencio perenne del protagonista y la rabia alimentada durante años en su hermano mayor. Ahí se desenvuelve las capas de un deshielo emocional autocensurado durante años y es un trabajazo encomiable de Raúl Prieto, que no pude más que aplaudir con sonoridad, ya no de pie, sino subido a la butaca (y porque no alcanzaba a colgarme de un foco), ¡bravo! ¡Bravísimo!
Aunque suene raro expresarlo así, espero que se me entienda cuando digo que esta obra es muy teatral, está llena de recursos escénicos (escenarios movibles, proyecciones en la pared, máscaras, música, juegos de luces, simulación de congelar personajes o momentos, romper la cuarta pared, deconstruir el escenario a medida que se acerca la despedida, emplear la danza como lenguaje complementario, con un final impresionante a cargo de Jackson) y todo en perfecto equilibrio con la emoción y la preponderancia de la historia, su leitmotiv. Quemar las naves, detonar los puentes. La huida hacia delante que, desde la mente del dramaturgo Lagarce, ejecuta aquí el protagonista para hacernos reflexionar sobre ese grito ahogado que no se liberó, antítesis del famoso cuadro de Munch, y ahora implosiona entre dientes mientras llega el fin del mundo.
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