A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionadas con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros y salas de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas.
CRÓNICA V: GEOMETRÍA DE LA EXPERIENCIA – NATALIA JIMÉNEZ
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
10 de noviembre de 2023 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Es poco habitual que te den a elegir, al universo le suele importar más bien poco la opinión de uno, ya no te digo en la postvida, pero esta vez fue diferente. Materializado en el mismo lugar que la última vez, este maravilloso TEATRO CENTRAL, ahora limpio de instrumentos en el vestíbulo, me vi con la jugosa oportunidad de elegir camino. En una especie de cartel en movimiento (luego me enteré que se llama «pantalla», aunque no entiendo su derivación gramática, qué tendrá que ver la talla del pan aquí…) vi que aquella tarde se desarrollarían dos espectáculos cuyo nervio común sería la danza.
A mí esto me sedujo desde primerísima instancia, puesto que no son pocas las veces que, como dramaturgo en mi época, «la Grecia Clásica» que dicen ahora los modernos, he dispuesto a bailarines entre los actores para que llegado el momento ondeasen sus cuerpos al ritmo del coro o al servicio de alguna percusión dionisiaca. Es muy complejo el lenguaje del cuerpo y, si se hace con atino, de una belleza instantánea. Como siempre he sido un destacado impaciente, opté por visitar la obra que se desarrollaría en primer lugar, de nuevo en aquella íntima Sala B, con aforo reducido. La obra en cuestión recibía el nombre de GEOMETRÍA DE LA EXPERIENCIA y era ingenio acreditado a Natalia Jiménez.
En aquella sala no existía la numeración de asientos, pequeña tendencia a la entropía, agraciada por el tamaño menor del habitáculo. Por ello el público no se entretuvo con cafés o vasos fríos de dudosa moral, muy al contrario, formaron cola en la base de la escalera que les llevaría a la primera planta y la sala en cuestión. Todo muy civilizado. Yo entré de los últimos, un eidôlon no se plantea angustia alguna por pillar buen asiento. Por lo general, al ser un fantasma, no me canso especialmente, mis piernas siempre están igual de mal (inconveniente de haberme transfigurado en espíritu con avanzada edad). No obstante, si quisiera darme un lujo y reposar mis dramatúrgicas nalgas, lo suelo hacer donde me plazca, si acaso primerísima fila, aunque ya esté ocupado el asiento, con todo el repelús que supone para quien ya estaba allí y sufre este atravesamiento espiritual. Una vez dentro y posicionados, las luces se apagaron por completo. Un bebé lloraba medio dormido en brazos de su madre y aclaro que no era parte del show pero casi se mimetizaba con la abstracción pretendida desde el inicio. Tras aparecer cercados en un haz de luz y generar una serie de movimientos agarrotados, Lucía Martínez se dirigió a la batería, rodeada de «juguetes sonoros», a fin de explorar percusiones muy particulares, y comenzó a generar una atmósfera iniciática.
Debo reconocer que siempre es difícil recoger con palabras el movimiento vivo de la danza, así que optaré por recoger mi impresión de su esencia, lo que transmitía aquella música en comunión dialogante con los cuerpos. Arrancó el espectáculo de forma minimalista, con bailes angulosos, casi fotogramas de actividades más cercanas al yoga o al atletismo, en cualquier caso, estaban contenidos en sus movimientos. Pude apreciar la selección cromática de las prendas de los bailarines, desde la que aquel trío parecía angular sobre la figura de Natalia Jiménez, puesto que ella tenía los colores de ambos (pantalones verde agua con detalles grises, como la chaqueta y pantalón de Víctor Zambrana, chaqueta azul y camisa blanca, como la vestimenta de Anna Katalin Nemeth). Desde luego esa era la conexión, pero entre ellos interactuaban con la sorpresa y atracción con la que podrían hacerlo elementos químicos a nivel atómico.
Cuando la batería tronó, ellos empezaron a interactuar más aún con el suelo que los sostenía. Entre giros perfectos, concatenaban las articulaciones en una fluidez líquida, y dejaban espacios para una suerte de «solos» de baile, en los que cada personaje-energía desarrollaba su fondo psicológico en ese momento. Era muy potente la búsqueda y omisión de cada rostro respecto a los otros, e incluso con Lucía, pues en ningún momento pretendían esa falsa distracción de que hay una música en escena, como hacen a veces los actores, sino más bien al contrario, interactuaban con sus ritmos como de un diálogo más se tratase o bailaban alrededor de su instrumento. Por algo partieron en escena los cuatro juntos bajo el foco. Cuando la percusión fue blanda, sustituyendo baquetas por tubos de plástico rojo, parecieron danzar como a cámara lenta bajo una luz que se atenuaba. Ahora que sé lo que es el cine puedo decir que el talento de la batería bien podría nominarse como la creación de todo tipo de efectos sonoros propias de las mismas, para ahondar en el arco psicológico del acto presente. Llegó a tocar con tres baquetas simultáneas, campanas con distinto timbre, volear un tubo negro sobre su cabeza, manipular sonajeros con su pie descalzo, arañar los parches, usar efectos de eco, canturrear onomatopeyas, impactar contra los contornos de su instrumento, alternar con simulacros del ritmo emitidos con la boca mientras movía las baquetas (esto me pareció como mezclar resultado y boceto, una brillantez de su humor), e incluso tocar con piruletas en lugar de baquetas. ¿Qué no podría hacer esta artista? Esto último me dejó muy impresionado y con ganas de dulce, lástima que comprobara la última noche que la comida y mi cuerpo espectral no se entienden.
Sorprende cómo, desde la inacción o el silencio, han logrado que se transmita tanto, sentimientos expuestos desde la inquietud, la contención, la necesidad. Me gustó el gesto que repetían de «pellizcar» el aire junto a la sien y llevarlo adelante, como extracción de un pensamiento, que se replicaba por los otros bailarines mientras perdían la vista en su momentánea reflexión. Anna Katalin fue la más expresiva de todos, en este sentido, pues a momentos parecía a punto de romper a llorar o gritar de alegría.
En el fragor más intenso de la batería, más propio de la música metal, los cuerpos fueron arrojándose entre ellos a un extremo del escenario mientras convulsionaban, y corrían lejos, para volver al rompeolas. En un momento determinado, la fricción de cuerpos hizo que el espacio se llenase de humo blanco, un limbo generado en el fragor de aquella comunicación no verbal. La batería fue la única visión entre aquella niebla durante unos minutos, inclemente con el pulso de la escena, hasta que se consiguió una de las imágenes más emotivas de la noche, aquella interacción entre cuerpos conformó algo que yo llamaré el «nudo-roca» de sus cuerpos, un abrazo múltiple, arropados contra el suelo, cuyas extremidades van rodeando y buscando a los otros en forma de amasijo delicado, con la decisión de que ninguno de ellos se perdiese en la deriva emocional por la que eran proyectados. En el tramo final, los bailarines repetirán patrones de movimiento que establecieron al inicio, originando un cierre circular o, más bien, un milagroso reinicio en el que, una vez obtenida aquella «geometría de la experiencia», consiguen desarrollarse sin caer en los mismos abismos emocionales. Yo no sé bailar, tampoco soy un experto observador de esta rama escénica, pero me consta una evidencia: Los cuatro se salieron de sí mismos para ofrecernos una conexión más allá del ego y las palabras.
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