jueves, noviembre 21, 2024
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Nos hemos quedado sin dioses

Dejar constancia en el momento de lo que me ocurre, me ayuda a no inventarme, más adelante, quién soy. O a inventármelo con plena consciencia de que lo estoy haciendo.


 

Leyendo, por recomendación de una amiga, a Tatiana Tîbuleac, me quedé enganchada con un capítulo en el que el protagonista, vinculado al arte como vía terapéutica, afirmaba que le daba igual que sus cuadros se vendiesen o no tras su muerte. Me gustó leer esto.

Volví sobre las líneas otra vez. Cuando algo me gusta, si puedo, repito.

Me gustó de nuevo. No hubo una tercera lectura porque me asaltó enseguida un pensamiento y corrí a apuntarlo para que no se me olvidara. Dejar constancia en el momento de lo que me ocurre, me ayuda a no inventarme, más adelante, quién soy. O a inventármelo con plena consciencia de que lo estoy haciendo. Yo tampoco tengo interés en vender mis escritos cuando esté muerta. Lo que quiero es venderlos mientras esté viva. Y, a poder ser, mantenerme económicamente con ello. Ya sabes, el pleonasmo normalizado este de “ganarse la vida”. (Si no sabes de lo que hablo, échale un vistazo a mi artículo anterior; Síndrome prevacional).

Dejar huella o no en el mundo no es lo que me ocupa. Sería un bien, o un daño, colateral. Y además, hacer dinero con los muertos tiene algo macabro. Podemos llamarlo homenaje, pero revalorizarles es un poco celebrar que ya no están, como los adolescentes que montan el fiestón en casa en cuanto los padres salen por la puerta. Habla la hipócrita que goza como un chon revolcándose en las cartas entre Olga y Chéjov, los diarios de la Pizarnik, o los cuadernos privados de la Plath. ¡Qué manía con leer las cosas de los muertos! Yo la primera. Pero a mí, José Carlos, mejor léeme mientras viva. Después haz lo que te dé la gana. Con mis textos, digo. Bueno, haz lo que te dé la gana en general, que es lo que haces siempre.

En esto reconozco que me pongo contundentemente práctica. Lo único que quiero es contar lo que cuento hoy; siendo feliz hoy, siendo infeliz hoy, lo que sea, pero hoy. Porque la gente se muere. Toda la gente. No este o el otro. No el primo segundo del marido de Encarnita o la hermana pequeña de la farmacéutica de tu pueblo, esa que te gustaba cuando teníais once años y finalmente se casó con el pelirrojo de la clase al que puteábais sin piedad. Nos morimos. Y está ocurriendo ya, no me estoy poniendo fatalista. Pero, créeme porque vengo tiempo dándole vueltas, es una buena noticia.

Hemingway escribió mucho sobre la muerte y no le fue mal. Literariamente hablando al menos. Bueno, yo creo que le fue bastante bien en general. Podríamos decir que, a ojos del mundo, le fue bastante mejor que a sus cuatro mujeres. Señoras, al parecer, muy brillantes. Una de ellas, reconocida periodista de guerra menos reconocida que su marido. Me gustaría saber cuánta gente podría decirme el nombre de alguna de las cuatro sin buscarlo. Fueron, y son, “las señoras Hemingway”. Pero este no es el tema hoy.

Algunos dicen: ¡Qué pena que ese genio acabara así! Y es que dar un buen final no es fácil, no podemos demandarle tanto al momento de la vida en el que más cansados estamos. Me pregunto, si él supiera que lo que escribiese en sus diarios iba a quedar entre él y él mismo, ¿qué se confesaría? Confesar es un verbo reflexivo, aunque no se use como tal. También mentir. O limpiar. Confesar es confesarse. Mentir, mentirse. Limpiar, limpiarse. Me encantaría preguntarle: Oye, Ernest, puro cotilleo, nada científico, ahora que, después de tantos años escribiendo sobre ella, por fin te has encontrado con la muerte, ¿te ha decepcionado? ¿Te ha sorprendido? ¿Consideras que has sido lo que podríamos llamar “un hombre feliz”? Me pregunto también qué contestarían Hadley, Pauline, Martha y Mary acerca de su propia felicidad. Sea lo que sea que signifique “felicidad”, que, seguramente, para cada quien sea una cosa, diga lo que diga la RAE.

Me interesa especialmente la opinión de alguien que dedicó tantas horas de su vida a analizar el final de la misma como dedicó a brindar por ella, porque me está ocurriendo un fenómeno que me relaja tanto como sé que va a inquietar a mi amiga Elena, cuya máxima en esta vida es no sufrir; cuanto más consciente soy de la muerte, más feliz me siento. Quizás es una incongruencia por mi parte, un neohippismo postpandémico o un mecanismo de defensa ante la inminente guerra energética. No lo sé. Ni soy la primera ni la única a la que le pasa. Y tampoco pionera hablando de ello, pero yo escribo porque aún no quiero morirme; lo que quiero es no olvidar que algún día lo haré para así ser todo lo feliz que pueda.

Y esto no se trata de “exprimirme como un limón”, como diría la Anna Petrona de Chéjov en Platonóv, “porque hay que vivir, vivir, vivir”. O de tatuarme “Carpe diem” en la nuca a los diecinueve para olvidarlo a los cuarenta y que tenga que recordármelo cada amante más o menos pasajero que me agarre del pelo. Espero no sentir nunca la necesidad de tatuarme. Bastante duele el hecho de recordar por sí solo como para que encima vengan a clavarte agujas. Y además por la espalda. Quita, quita. Tampoco creo que mi felicidad consista en joder a nadie. A nadie que me haya jodido, quiero decir, al resto, por supuesto, menos.

Nos hemos quedado sin dioses
Nos hemos quedado sin dioses

Isabel Calderón y Lucía Lijtmaer, las creadoras del podcast “Deforme Semanal Ideal Total”, abordan el tema de la felicidad-infelicidad en su último podcast. Está en el ambiente, no hay duda. No es casual que veas embarazadas cuando quieres mucho o no quieres nada quedarte embarazada. No es casual que, cuando piensas en una persona, te escriba o te llame. Aunque llamar llamar, ya no llama prácticamente nadie. Bueno, muchas madres. Ellas sí llaman. Las madres no quieren mensajes, quieren escucharte la voz. No es casual lo que llaman casual. Considero que este término merece revisión, señores académicos. Busco el libro de Alejandro Cencerrado al que hacen referencia en el podcast, “En defensa de la infelicidad”. Leo y descubro con alegría (que creo que se parece mucho a la felicidad, pero tampoco tengo claras las siete diferencias) que la búsqueda de medidores es clave para la valoración.

Matemáticas. Me gusta. Ellas son las reinas del pragmatismo y, junto con la astronomía y la astrología, forman la tríada científica que responde a la inspiración de la diosa Urania. La tierra necesita del cielo y este de aquella. Los extremos se dan la mano con gratitud porque saben que el uno sin el otro no existiría. Se necesitan. Es muy complicado habitar el término medio este en el que Aristóteles dijo que estaba la virtud. Y además, el término medio no vende.

Ahora la actualidad demandaría hablar de pinchazos en discotecas, incendios y corbatas en la playa. Escribiré de ello cuando lo haya digerido; a esta sección no se viene a estar al día, sino a ser al día. Veía hace una semana en redes sociales comentarios diciendo que al escenario del concierto de Rosalía le faltaron músicos y otras mujeres, a Ángel Martín criterio, a Adriana Lastra congruencia… Y yo me pregunto, ¿para qué señala el que lo hace? Parece que si no hay reprimenda, corrección o posicionamiento en uno u otro extremo, no hay noticia. Si no hay noticia, no hay retwitt. Y si no hay retwitt, no existes. Y existir, en 2022, es lo más parecido a ser feliz. Reordeno, aunque el orden de los factores no altere el producto: En 2022 parecer feliz es existir. Pero es que parecer infeliz, por esta teoría de contrarios, también. A efectos es lo mismo.

Insultos, alusiones soterradas, peticiones de ser consecuente al 100% o no ser en absoluto. Parapetados tras nuestras pantallas táctiles demandamos que otros sean ejemplo de todo lo que anhelamos. Demandamos dioses porque nos hemos quedado sin ellos. Quizás hemos hablado demasiado en sus nombres.

Desgrana Bauer en su ensayo “La pérdida de la ambigüedad” cómo necesitamos la univocidad como comunidad. Etiquetamos para identificar, uno, si debemos tener miedo, y dos, cuáles serían las armas para combatir el peligro. ¿Café o té? ¿Tinto o blanco? ¿Blanco o negro? ¿Rojo o azul? ¿Gitano o payo? ¿Hombre o mujer? ¿Hetero o gay? ¿Lees a Lorca? Pues le gustaban los toros. ¿Admiras a Simone de Beauvoir? Pues fue muy infeliz en el amor.

Somos demasiados como para estar de acuerdo. Somos demasiados como para no estar de acuerdo. Por eso la ambigüedad me parece un delicado, y probablemente fértil, terreno a explorar. Es más, quizás es ahí donde radica la felicidad esa de la que hablamos. En pensar que tengo razón un segundo y llevarme absolutamente la contraria al siguiente y que nadie me juzgue por ello. Al fin y al cabo, vengo de mis progenitores, soy una imperfecta creación humana. Si fuese hija de Dios sería diferente, por supuesto; perfecta como la montaña, que tiembla, el sol, que quema, o el mar, que inunda; perfecta como cualquier otro elemento de su creación. Pero claro, para eso habría que volver a creer en el incuestionable poder de los dioses y, como veníamos diciendo, nos hemos quedado sin ellos.


Leer más artículos de Cayetana Cabezas en Revista 17 Musas

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