Topos es una de las veintitrés columnas de un «antidiario» del confinamiento publicadas en el mes de mayo en Diario de León. Junto al relato fantástico La luz que no se apaga nunca forman la serie El sueño de McSorley. Esta serie es también un cuento, un monólogo teatral que interpreté en el Festival Celsius 232 de Literatura Fantástica de Avilés, entre la desescalada y los rebrotes.
La Revista Espacio 17 musas recopila ahora todos los textos de la serie El sueño de McSorley, a mitad de camino entre la literatura y el periodismo, entre la realidad y la ficción, como antesala del Curso de Creación Periodística que vamos a programar próximamente.
Una taberna de Nueva York que no ha cambiado en ciento setenta años. Una bodega del Bierzo con un ataúd junto a la barra. Una luz de emergencia en un garaje subterráneo que no se apaga nunca. Una novela sobre la Gran Hambruna que no termino de leer. El eco de las pandemias que han acechado a la humanidad. Y una serie de ruidos en el desván de mi casa durante los días del último confinamiento.
Bienvenidos a este universo paralelo.
Topos
Me siento como un topo que sale a la luz. Recorro la ciudad en coche, camino del supermercado, y las mesas ocupadas en las terrazas de los bares, y la gente que pasea por las calles, solos, en pareja, o en grupos reducidos, casi todos con mascarillas eso sí y respetando las distancias, transmiten una engañosa sensación de normalidad.
Me siento como un cautivo que sale de la cárcel. Aparco en el exterior del espacio comercial. Me lavo las manos con el gel hidroalcohólico que me ofrece el establecimiento y empujo un carrito por los pasillos amplios y menos transitados que la última vez, con la lista de la compra en una fotografía del teléfono móvil. Uso mascarilla, claro.
Y tengo la impresión de haber vuelto de un viaje muy largo. De haber llegado de un lugar desconocido. De pisar por primera vez en mucho tiempo mi ciudad; Ponferrada ha salido del confinamiento más estricto y algo ha cambiado.
La cajera me ayuda con la compra. Pago con tarjeta de crédito. El contactless se ha desactivado y tengo que teclear el número. «Eso son los geles, que a veces se llevan la carga magnética», me dice la empleada, protegida por un panel transparente, unos guantes y una mascarilla.
Lleno el maletero del coche, estacionado frente a una residencia que semanas atrás sufrió los efectos del coronavirus. «Resistir (con erre) abuelos», anima un cartel en uno de los balcones del edificio residencial más próximo. El paisaje después de una batalla.
Me siento al volante. Ya he tirado los guantes a una papelera. He hecho una compra muy grande. Y me siento como un prisionero que ve la luz. Sin duda exagero. Tampoco es para tanto.
Arranco el motor. Suena bien después de casi dos semanas estacionado desde la última compra. Y pienso en los topos, sí, en los escondidos en sus casas. En todos aquellos que no huyeron después de la guerra, pero se ocultaron en sus pueblos, en sus pisos, por temor a las represalias. Y vivieron así durante años. Esos sí que tenían que estar hartos.
Y otra vez me acuerdo de una historia tremenda. La de aquel miliciano de Villalibre -el nombre del pueblo parece de nuevo una paradoja- escondido en la bodega de su casa y enterrado en un arcón por su familia, en el mismo sótano donde se ocultaba, cuando murió de neumonía, posiblemente durante el segundo invierno de la guerra. Claudio Macías, se llamaba. Y su hermano adolescente, asesinado en la curva de entrada al pueblo porque se negó a delatarle, Arsenio. Y su hermana, soltera, callada, que vendía fruta en el mercado de Ponferrada y vivió durante cuarenta años en la misma casa sin contárselo a nadie, Manuela.
Comienzo a conducir. «Esto tiene que respirar», me decían en la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica hace seis años, cuando por fin se hizo pública la historia trágica de la familia Macías. Y mientras salgo de Ponferrada y tomo la Autovía del Noroeste me pregunto si todas estas historias de claustrofobias que me vienen a la cabeza no serán más que un mecanismo psicológico para quitarle hierro a sesenta y cinco días de confinamiento.
Aparco el coche. Le bajo la compra a mi madre. Se ha hecho tarde y refresca en el pueblo. Pero todavía no me atrevo a darle un abrazo.
Este relato fue publicado el 20 de mayo de 2020 en el Diario de León como parte de la serie Diario de un confinado, el día 66, Topos.
El texto es parte del material de trabajo para el Curso de Creación Periodística de Carlos Fidalgo en la Escuela del Espacio 17 Musas.
Te invitamos a leer otros relatos y artículos de Carlos Fidalgo en la Revista 17 Musas.
Me ha gustado tu crónica . La verdad es que es un tiempo extraño pero a diferencia de aquellos topos nosotros podremos volver a salir.