domingo, noviembre 24, 2024
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Hambre y Cebolla. Col. 15. El sueño de McSorley

Hambre y Cebolla es una de las veintitrés columnas de un «antidiario» del confinamiento publicadas en el mes de mayo en Diario de León. Junto al relato fantástico La luz que no se apaga nunca forman la serie El sueño de McSorley. Esta serie es también un cuento, un monólogo teatral que interpreté en el Festival Celsius 232 de Literatura Fantástica de Avilés, entre la desescalada y los rebrotes.

La Revista Espacio 17 musas recopila ahora todos los textos de la serie El sueño de McSorley, a mitad de camino entre la literatura y el periodismo, entre la realidad y la ficción, como antesala del Curso de Creación Periodística que vamos a programar próximamente.

Una taberna de Nueva York que no ha cambiado en ciento setenta años. Una bodega del Bierzo con un ataúd junto a la barra. Una luz de emergencia en un garaje subterráneo que no se apaga nunca. Una novela sobre la Gran Hambruna que no termino de leer. El eco de las pandemias que han acechado a la humanidad. Y una serie de ruidos en el desván de mi casa durante los días del último confinamiento. 

Bienvenidos a este universo paralelo.


Hambre y Cebolla

De todas las historias de confinados que me vienen a la cabeza en esta mañana de lluvia, hay una que nos toca muy cerca. Es la de todas aquellas personas que en el verano de 1936, fracasado el golpe de Estado en Madrid, y con la certeza de que la sublevación militar se iba a convertir en una guerra más larga, se refugiaron en las embajadas de la capital por temor a sufrir represalias. Y las que trataron de hacerlo tres años después, del bando contrario, y se encontraron con las delegaciones rodeadas por falangistas.

Era aquel Madrid de 1936 el de las primeras checas y los paseos de la Patrulla del Amanecer. El de las milicias armadas que actuaban al margen del Gobierno republicano y realizaban «sacas» en las cárceles; pero también el de los quintacolumnistas que disparaban desde las azoteas para sembrar el terror y preparar la entrada, que creían inminente, de los militares en la ciudad. Era el Madrid de la revolución a medias, de los palacios incautados y los negocios colectivizados. El Madrid asediado, por supuesto, que resistió a las tropas de Franco, a los primeros bombardeos, al hambre y al estraperlo.

Madrid Calle Toledo ¡No pasarán! Guerra Civil Española.
Madrid Calle Toledo ¡No pasarán! Guerra Civil Española.

Y en aquella ciudad convertida en frente de guerra fueron cerca de ocho mil las personas, no todos falangistas, que pidieron asilo en las embajadas, dos mil de ellas solo en la de Chile.

Lo cuenta Andrés Trapiello en el prólogo del segundo volumen de las memorias del diplomático Carlos Morla Lynch, amigo de Lorca y de la intelectualidad republicana, pero de ideas más conservadoras. Por su casa del barrio de Salamanca pasaron Alberti, Cernuda y Aleixandre, Salinas, Guillén y casi todos los poetas de la Generación del 27. Y también compatriotas como Pablo Neruda, que le acusaría después de la guerra de simpatizar con el nazismo.

Ni con los hunos, ni con los hotros (las dos palabras con hache) titula Trapiello el texto que antecede a España sufre. Diarios de Guerra en el Madrid republicano, donde Morla Lynch cuenta cómo el viejo palacio alquilado como embajada por Chile se quedó pequeño y hubo que habilitar más locales, incluido su propio domicilio, que llegó a albergar a 53 refugiados.

Imagínense tanta gente encerrada bajo el mismo techo en una ciudad en guerra. La casa vigilada. La incertidumbre. Los problemas de convivencia. Si los asilados tenían recursos pagaban su manutención. Y durante los tres años que duró la guerra, desmanteladas las checas a finales de 1936 por el Gobierno, ningún miliciano violentó esos lugares. Respetaron el derecho de asilo, aunque hoy parezca un milagro.

Miguel Hernández
Miguel Hernández

Al final de la guerra las tornas cambiaron. La embajada dio cobijo al menos a 17 republicanos. Y no está claro lo que ocurrió con el poeta soldado Miguel Hernández, el autor de Viento del pueblo. Neruda acusó a la embajada de su país de negarle el asilo, aunque Morla siempre lo negó. Y Hernández, encerrado en la cárcel de la calle Torrijos (hoy Conde de Peñalver) compondría Las nanas de la cebolla para su hijo en otro confinamiento mucho peor, del que ya no saldría.

Pienso en esos versos del poeta pastor, como lo llamaba Morla. Hambre y cebolla: hielo negro y escarcha grande y redonda. Y cuando miro por la ventana ha dejado de llover.


Este relato fue publicado el 16 de mayo de 2020 en el Diario de León como parte de la serie Diario de un confinado, el día 62, Hambre y Cebolla.

El texto es parte del material de trabajo para el Curso de Creación Periodística de Carlos Fidalgo en la Escuela del Espacio 17 Musas

Te invitamos a leer otros relatos y  artículos de Carlos Fidalgo en la Revista 17 Musas.

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