Hoy me he despertado con la noticia de que Juan Marsé había fallecido en el Hospital de Sant Pau de Barcelona. He pensado en él durante toda la mañana de este domingo 19 de julio, pero, sobre todo, he pensado en ellos, en Tersa y en el Pijoaparte, en Carmen Broto y en Luys Forest, en la prima Montse…
La lluvia arreciaba sobre la ciudad, sobre los barrios de La Salut, el Guinardó, Gracia y el Carmel. La calle Escorial era un desierto brillante y húmedo bajo la noche. Frente a la fábrica Batlló, en el inhóspito solar de Can Compte, semienterrado y desnudo, encontraron el cuerpo de Carmen Broto, una prostituta de lujo que horas antes miró con espanto los ojos de su asesino. El coche donde fue acuchillada se hallaba muy cerca del solar, con las ventanillas manchadas de sangre. Era el 10 de enero de 1949.
El suceso quedó grabado para siempre en la retina de un adolescente llamado Juan Marsé. Años después, aquella calle y aquel territorio íntimamente propio pasarían a convertirse en el universo literario de un novelista de raza que inmortalizaría la anécdota en su libro Si te dicen que caí. Puede que allí empezara todo; quizá porque los recuerdos son el auténtico andamiaje de cualquier ficción y también porque la infancia conforma la personalidad, tanto la humana como la literaria, y en ella cargamos ya para siempre ese fardo de ilusiones, de frustraciones o de fantasmas incorregibles.
Juan Marsé, el más literario de nuestros novelistas, el de mayor olfato indagatorio, ha sabido exprimir con pasión y eficacia las mejores posibilidades del relato, ha llegado a crear un escenario perpetuo, esa Barcelona de la posguerra tan real como mítica, sólo comparable al Macondo de García Márquez, al Yoknapatawpha de Faulkner o a la Comala de Rulfo.
«Mira –me confesó hace veinte años el propio Juan Marsé–, para escribir sólo se necesitan tres cosas: tener una buena historia que contar; saber contarla, y algo muy especial, tener ganas de contarla». El arte de la ficción consiste en hacer veraz una mentira, así de sencillo. La voz narrativa ha de resultar verosímil, «yo soy el primero –continuó el escritor– que tiene que creerse lo que estoy contando, porque si no me lo creo yo no se lo va a creer nadie».
Recuerdo tres encuentros muy especiales con el autor de El amante bilingüe. Tras un congreso dedicado a la obra de Marsé en la Universidad de Murcia en 2000, nos vimos en Alicante cinco años después, celebrando unas jornadas que unos cuantos autores dedicamos a su obra. Fue una magnífica ocasión, tal y como advertí, para conocer al verdadero Marsé. Me enseñó, una de aquellas noches, el manuscrito de la novela que se llevaba entre manos, Canciones de amor en Lolita’s Club, que consideraba una obrita menor. «Es mi método de trabajo –me dijo–; alterno una novela compleja, monumental, con relatos así, más ligeros…»
El siguiente contacto con Juan Marsé fue telefónico, a finales de noviembre de 2008. No recuerdo exactamente de qué hablamos, pero sí de que aquel día tenía cita con su cardiólogo, al que acudía periódicamente desde que un infarto le desarbolara el corazón 24 años atrás, en 1984. El médico debió de tomar nota de su estado, algo más nervioso de lo habitual, y de una leve alteración cardíaca debida, sin ninguna duda, a que esa misma tarde se fallaba el Premio Cervantes.
El escritor nada sabía de la noticia aunque comenzó a sospechar cuando, al llegar a casa, vio su vivienda convertida en el camarote de los hermanos Marx: plagada hasta le cocina de periodistas de todos los medios imaginables. El Premio Cervantes 2008, la distinción más importante de las letras españolas, dotada con 125.000 euros, había recaído en uno de los mejores novelistas de la segunda mitad del siglo XX, reconociendo así una de las obras más sólidas de nuestra lengua.
Después vendrían novelas como Caligrafía de los sueños (2011), Noticias felices en aviones de papel (2014) y Esa puta tan distinguida (2016).
Hoy me he despertado con la noticia de que Juan Marsé había fallecido en el Hospital de Sant Pau de Barcelona. He pensado en él durante toda la mañana de este domingo 19 de julio, pero, sobre todo, he pensado en ellos, en Tersa y en el Pijoaparte, en Carmen Broto y en Luys Forest, en la prima Montse… El escritor se ha ido con la mirada firme y el embrujo de sus ochenta y siete años. Ellos siguen aquí, entre nosotros, gracias a ese milagro o a esa deslumbrante inmortalidad a la que llaman literatura.
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