A continuación, PARTITURA PARA EL FUEGO, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad musical de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas, y protagonizadas por un dios burlón omnipotente pero que, como buen contemporáneo, sufre de ansiedad y otras heridas sociales. Sólo la música consigue salvarle (y salvarnos). Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
SALA X – SEVILLA
3 de octubre de 2025, bajo una noche calurosa
Un guante pálido arrojado a nuestros pies. El desafío te reclama, sal a la calle, ábrete paso entre multitudes, y escoge bien qué quieres ver, cuál serán tus cartas en esta noche tan especial. La fecha se inclinaba al privilegio de lo gratuito, pues arrancaba la Noche en blanco, y, para los parias del calendario (como yo mismo, la verdad), esto significa un puñado de actividades culturales en horarios poco habituales para compartirlas con el gran público. De todo esto, como suele ser habitual, me informaron mis compañeras, las palomas de la Giralda, que siempre están a la última y, para qué mentir, les encanta charlar. Demasiado. Me fui a la calle con las manos en los bolsillos, como quien no quiere la cosa, un dios indiferente que desciende para perderse entre vecinos, pero reconozco que las pajarracas encendieron la chispa por conocer qué pasaría en la ciudad durante esa noche.
Anduve entretenido viendo colas en diferentes puntos de la ciudad y, tras caminar casi treinta minutos sin brújula interna, frente a un letrero blanco (¡cómo no iba a ser blanco en la Noche en blanco!) que con unas letras rojas como la sangre indicaban que era la Sala X y que esta noche tocarían los NUEVO BERLÍN y los MORLEY. Me llamó la atención, sinceramente. ¿Qué habría pasado con el Berlín que conocía? Procuré una distracción en la gente de la cola a fin de que se quitasen, a un dios jamás se le hace esperar, y tras superar a una taquillera muy simpática y un segurata barbudo con rostro de complementaria de Hacienda, me interné a lo que aguardase allí dentro.


La Sala X, mítica en la ciudad, tiene un aforo mediano, y cuando aparecía en aquella penumbra, el principio de la noche inesperada, apenas unas quince personas se dispersaban por el perímetro de la pista, como si una invisible campana de cristal ocupara el centro. Fui directo detrás de la barra, cogí un botellín y chasqueé los dedos cuando me pilló la camarera, para que me ignorase profesionalmente. Si uno no usa egoístamente sus poderes, no se es digno de tenerlos. Sobre el escenario, dos tipos, guitarrista-cantante y batería-pulsadordelplay-stopdeunordenadorportátil, y cuando sonó el primer acorde me instauré directamente en el centro de la pista. Habían llegado los MORLEY para telonear a la banda amiga.


El rock-pop de los temas que fueron desarrollando fueron reconcentrando a los asistentes, casi como un experimento de electro-magnetismo e imanes. La carismática personalidad del vocalista consiguió meter al público en el concierto muy rápido y el sonido era francamente bueno. Por otro lado, debo reconocerles que eran músicos que apostaban todo a un bala: Daban al play en el portátil e, imagino, se iniciaba una pista de efectos, coros y visuales que comenzaba a correr y, obviamente, tenían que entrar a tempo en esa pista para que todo cuadrase y nada estuviese fuera de lugar. Chapó por ellos. Lo consiguieron, la sala subió en temperatura y arrancaron a bailar los menos tímidos en primera fila. Llegaron incluso, con motivo de una canción sobre red flags, a sacar una enorme bandera roja que fans agitaron durante los estribillos. Yo, por mi parte, meneaba un pie a ritmo de los graves, lo cual es mucho logro para un banda desconocida, movilizar el tobillo de una deidad… (en realidad hubiese bailado, pero aún la cerveza no me había desprecintado la sinvergüencería necesaria).


La sala fue creciendo en asistencia, me vi rodeado cuando valoraba robar otro botellín, así que chasqueé los dedos de nuevo y el chico que tenía a mi lado me regaló desinteresadamente su cerveza. Muy majo. Subieron otros cuatro hombres al escenario, el fondo delató la presentación, teníamos al fin a NUEVO BERLÍN frente a nosotros. Arrancaron con fuerza con su rock estructurado subido de revoluciones. Al comienzo los aprecié algo estáticos, todo ello mientras sintonizaban a su público, que respondían generosos en aplausos y voces, pero pronto se soltaron y comenzaron a bailar y moverse en aquella altura.

Es una banda Fender, rápidamente me di cuenta, todos sus instrumentos de cuerda venían de esa casa, y es una cosa que me encanta, debo confesar, porque añaden un sonido cálido y limpio a las interpretaciones, salvo que lo satures de efectos, por supuesto. El propio cantante-guitarrista destacaba de forma generosa, siendo quizás su voz uno de los puntos más fuertes de la banda, porque tiene potencia y cuerpo, y es muy fácil hacerla familiar, ser colonizados por su técnica. Por otro lado, en la segunda línea, controlando el ritmo, debo aclarar que aquí el batería era el más expresivo de todos, se notaba especialmente que disfrutaba ejecutando cada canción, no dejaba de sonreír y bailar entre baquetazos, y eso terminó por descongelarme, empatizando por esa violencia musical bien dirigida, acabé en la primera fila, saltando junto a un grupo de fans que ya estaban entregados, o borrachos, o ambas cosas.

Debo reconocer que ahí aseveré mi canción favorita de Nuevo Berlín, lo decreté apurando el botellín, saltando y cayendo en el pie de otro asistente, sencillamente esta canción es una jodida maravilla: Luna creciente. Rock y psicodelia, con guiños al progresivo, una batería indomable, arrastres del bajo y voces que se elevan más allá de los focos. También me hizo ilusión algún cover significativo, como la versión deconstruida y poderosa de El lado oscuro de Jarabe de palo. Una versión exquisita. Aunque hubo momentos también muy íntimos, como cuando se quedó a solas el cantante con su Telecaster para transmitir la pureza de su música.

A partir de ahí todo fue movimientos y levitaciones, aplausos, cervezas, y casi un amago de pogo llegué a ver (ojalá hubiese florecido, sería el primero en saltar al centro). Las sombras de los asistentes, incapaces de estar estáticos, eran recortadas por los focos y los decibelios. Tras esgrimir todo el setlist, seguíamos gritando aquello de otra, otra. Prácticamente queríamos un secuestro. Pero aún no estaba tan bebido como para doblegar las almas de los presentes y reiniciar el concierto, me contuve, será que me hago mayor y ya empiezo a razonar. Terminó el concierto y nos dejamos las palmas aplaudiendo. Empujé a un par de grupitos a que se arrojasen contra la mesa del merchandising que habían situado junto a la salida, por si caían algunas monedas extra sobre la lona.

Devoraron la Noche en blanco, que la imagino ahora roja, como las letras de la sala, intensas en genética de un rock vivo, muy agradecido con sus acompañantes, que nos fue entregado a pecho abierto y con los decibelios que merecen un acto de amor a una música honesta y con personalidad. Verás cuando se lo cuente a las palomas.

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