A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA IX: “1936” – Andrés Lima, Centro Dramático Nacional, Checkin Producciones
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
7 de febrero de 2025 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Vengo de un tiempo en el que balbuceaba la idea de democracia, una recién nacida, todo potencial y legañas pegajosas. El gobierno del pueblo significa en mi lengua materna, un producto político que, entre tantas otras formas de orden social, se impuso como la más acertada, es decir, la menos gravosa para los dispares intereses y derechos de todos los que viven en una misma patria. Desde entonces, donde quieras mirar, estallaron guerras de todo tipo por implantarla, destituirla o manipularla. Aristófocles, me decía mi madre, tú conténtate con gobernarte a ti mismo, que ya te cuesta con tanta fantasía saber cuándo callarte y cuándo dormir, y era cierto: Siempre he respirado mejor bajo las aguas de la ficción. De tanto escribir, inventar, reescribir e reinventar me quedé más pa allá que pa acá, al margen de la historia, incluso del tiempo, como buen eidôlon. Por ello no sé de guerras pero sí de Artes Escénicas, y a ello me debo para transmitir qué presenciamos el viernes 7 de febrero de 2025 en el Teatro Central.
La propuesta sobrevolaba la idea de la guerra civil española, una intención ovípara, que agitaba sus alas mientras planeaba en círculos sobre los múltiples sucesos y puntos de vista que movilizó tanto sufrimiento durante esos años, y lanzaría algún graznido para alertar de la «inutilidad de la guerra», como se llegará a recitar en la obra, y cuya sombra cenicienta, que aún huele a tierra quemada, siempre puede volver, más cruenta e igual de torpe. La obra en cuestión es 1936 dirigida por Andrés Lima, y producción del Centro Dramático Nacional y Checkin Producciones, aunque este tipo de obras inmensas y delicadas son siempre un trabajo conjunto de muchos más nombres e instituciones. Titánica es tanto la tarea de hablar de un episodio negro en la historia española, como las dimensiones de la obra en sí: Un espectáculo a cuatro bandas (escenario 360º), con ocho actores de renombre y todo un coro numeroso que ejercía en escena figuración y musicalidad, con música en directo, dos pantallas proyectadas a cada pata del escenario, y una duración de cuatro horas y media, incluyendo dos descansos para el público. Lo sentí claro, todo este trabajo colectivo suponía una recreación nunca vista en sus múltiples recursos para transmitir las turbulencias crecientes de una barbarie armada. Toda una Guerra Coral.
Vamos por partes, aunque el puzle completo sólo se puede apreciar asistiendo a la función. Para empezar, el público hizo cola en ambos accesos desde una hora antes de que comenzara el espectáculo, porque eran asientos no numerados, estaba la novedad de los cuatro frentes para apreciar la obra y había muchísima expectación (oí a los compañeros de sala que acogían la obra dos días con una venta total de las butacas, que hubo incluso enfados de pura frustración por no poder asistir). Una vez entramos, el caos se hizo orden, muchísimos agentes del propio teatro se afanaron en dirigir a los asistentes alrededor del escenario, todo fue rápido pero bajo control (un diez para esta plantilla del Teatro Central). En aquel escenario, apenas cuatro mesas de madera, unos banquitos, y algunos escalones para subir a las mesas. Más allá de eso, algún micrófono en su pie se erguía sobre alguna de las mesas. Y ya, un escenario limpio, elementos móviles que generarían todo tipo de situaciones.
En los laterales se proyectaban en grande el título de la obra, ese año fatídico, 1936, a un lado en negro sobre blanco, al otro en blanco sobre negro. En esos espacios se lanzarían durante la obra tanto títulos de momentos en la línea temporal, como nombres de los intervinientes, escenas rescatadas del archivo histórico, breves escenas de películas (¡qué contraste aquel Mago de Oz!) y algunos apoyos visuales para favorecer la situación que se narraba. De una forma casi inherente, debo destacar que uno de los puntos fuertes a nivel técnico de esta obra fue la estrategia lumínica durante el espectáculo: Cada iluminación respondía a una intención, más allá de la mínima de favorecer la visión, por supuesto. Se trataba de contribuir a la empatía, un atajo emocional para el espectador, con propuestas tan interesantes como que con cada aparición de Manuel Azaña, presidente de la República, se le enfocaba desde atrás, buscando su perfil a contraluz, que su voz resonara mientras caminaba por el escenario sin priorizar un rostro, unos gestos, para que anidase el mensaje de su discurso por encima de cualquier otro elemento.
Cada palabra debía ser lanzada en la justa forma de su pálpito, la medida de la intención y consecuencia con la repercute dentro de la obra, esfuerzos muy notorios que lograron invocar una corte de intérpretes que no requieren mucha presentación para invocar a las casi seiscientas personas que allí se congregaron aquella tarde a ver su trabajo: BLANCA PORTILLO, ALBA FLORES, ANTONIO DURÁN «MORRIS», GUILLERMO TOLEDO, NATALIA HERNÁNDEZ, MARÍA MORALES, PACO OCHOA y JUAN VINUESA. ¿Se puede pedir más? Yo estaba como loco tomando apuntes, aferrado como náufrago a las tablas de aquellos maestros, que no tuvieron impedimento de meterse en la piel de militares y rebeldes, víctimas y privilegiados, suplicantes y asesinos, algunos cuyos nombres pasaron a la historia como el mencionado presidente Azaña o Francisco Largo Caballero, presidente del gobierno republicano, también militares franquistas como el general Gonzalo Queipo de Llano o el propio general (y finalmente dictador) Francisco Franco, la política Dolores Ibárruri «Pasionaria», militares republicanos como el General José Miaja, el rey destronado Alfonso XIII, políticos tan diferentes como José Calvo Sotelo o Clara Campoamor, soldados como Rosario Sánchez «La Dinamitera», la argentina Micaela Feldman o algunos otros, ilustres por motivos ajenos a la guerra, como el escritor George Orwell. Y más que se me pasarán, por supuesto, el juego de personajes que transcurrían por el escenario era profuso y bien hilado.
No fueron pocas las veces que oía murmurar a los asistentes cuando, al reconocer a uno de estos grandes intérpretes, teorizaban si también hacían este u otro personaje anterior y no supieron identificarles. Mucho material que asimilar, por algo son más de cuatro horas de teatro. Lo sorprendente también es la receta escénica: Discursos, toques de humor, intermitencias propias de un musical, minimalismo escenográficos, simulación de flashbacks, romper la cuarta pared, hacer participar al público y llevar algunos a escena, contraluces y ráfagas, la lectura del diario de la niña Pilar Duaygües , quien testimonió esta época sin piedad (reminiscencias de Ana Frank), peleas a cámara lenta (desde luego, un guiño goyesco), la personificación de la propia Guerra Civil como una anciana que sobrevive y amenaza con mirar al futuro, así como el enfoque rotatorio de las actuaciones para que el público congregados a los cuatro flancos disfrutase por igual.
Aunque sentí como el punto fuerte de esta obra en la figura del coro. Un trabajo brillante y exigente por parte de el Coro de Jóvenes de Madrid, que partían de una presencia de figurantes, incluso que se podría confundir con el público, y luego nos sorprendieron a todo por el alto nivel vocal, y cómo acompañaban las escenas con percusiones de palmas o chasquidos de lengua sincronizadas, creando un ritmo interno que acababa siendo un lienzo sobre el que podían esbozar sus personajes el elenco actoral. Los admiré muchísimo. En mi época, la Grecia Clásica, los coristas apenas se movían en comparación. Bravo por ellos.
Pero a mí, atento al núcleo artístico, a las referencias creativas, disfruté de apreciar el canto coral del Himno de la Alegría en su original alemán musicalizado por Beethoven (An die Freude), los bailes a ritmo de Spanish Bombs de The Clash o con jazz de fondo, segundos de la Marcha Radetzky de Strauss, la referencia a Las bicicletas son para el verano, la obra de teatro escrita por Fernando Fernán Gómez, la mención a Orson Welles y su preocupación por el conflicto español, o aquel momento en que se declamó parte de El hambre, poema de Miguel Hernández o cuando se mencionó al filósofo Bakunin: «Es buscando lo imposible como el hombre ha realizado siempre lo posible».
En cuestión de frases, podría lanzar un puñado al aire y dilucidar el tono pasional con el que se dibujaba los escenarios de este viaje por las tinieblas. Hagamos la prueba, que cada cual lo encaje en los labios intuidos: «La guerra une y da cohesión», «Ha llegado el momento de ser hombres/¿Hombres?/¡Machos!/Machos…», «Esta guerra solo evidencia su inutilidad», «no es posible otra pacificación que no sea con las armas», «España es muy tonta, porque odia su propia grandeza», «nos mandan aquí, con prisas, como si estuviese a punto de pasar algo», «sin pan, sin pan, sin pan, ni trabajar», «¿cuál había sido el crimen cometido por aquellos civiles desarmados?», «Se está bien en el teatro, ¿verdad?», «en 1939 me dieron por acabada, pero no, sólo tenía tres años, aún sigo viva», «granadas FAI, que se conocen como las Impaciales, ya que mataban tanto al que las lanzaba, como al que alcanzaba», «esa es mi calavera. Lo sé por los dientes. Mira, el tiro de gracia».
Ese último discurso, fue propiciado por otro fantasma, el de una mujer asesinada como a tantísimas personas, y que resurgía tras el visual y efectista gesto de que, sobre mucho desastre y cadáveres, desataron en escena una bandera republicana enorme, de lustre embarrada por las trincheras infinitas, que cubrió todo el caos sembrado, a la espera de que contemporáneos desenterraran los que allí quedó sepultado por los años, los olvidos y las inquinas. Un abrazo final, de los vivos a los muertos propios, y el florecimiento de otros nombres y cuerpos cerró una obra colosal y elegante, que ha tratado de englobar diferentes puntos de vista sobre una misma realidad, la muerte, la destrucción, la inutilidad y ese fracaso humano que puede ser una división entre hermanos, todo ello llevado a escena con maestría de todos, un trabajo colectivo al equipo dentro y fuera del escenario. El fantasma de una Guerra Coral.
Puedes consultar otros artículos del autor haciendo clic aquí