A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA VIII: “NORMA” – Compañía Antonio Ruz
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
1 de febrero de 2025 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Si tuviera un cuerpo, una de esas carcasas de carne y sangre, el formato clásico del humano, habría emanado tanto sudor con aquella carrera hacia la sala principal del Teatro Central que los asistentes me señalarían con dedos alucinados, creyéndome una fuente morisca móvil, una nube antropomórfica, un milagro de ingeniería resuelto para una boca de riego. Pero como soy un eidôlon, ni gota. Eso sí, desinflado como un globo sin aire, desconozco por qué sigue afectando a los fantasmas la falta de aliento. Me arrojé en la cuarta fila, colonicé un descanso mínimo mientras la sala se llenaba casi al completo y un telón gris protegía la privacidad de “NORMA”, la obra que presentarían la Compañía Antonio Ruz, renombre de uno de los creadores más destacado de la danza en España.
Precisamente del cuerpo, de la idea, aceptación y goce de la anatomía de cada uno, versa la idea original de esta obra. «Mentaliza tu cuerpo» parece expresar la obra, «atribúyele su importancia, aprovéchalo a través del juego». Cuando se levantó el telón, unas cortinas naranjas enormes cercaban el espacio, dejando como un mínimo acceso al fondo, derramando su altura en un suelo también azafranado. Rápidamente aparecieron nuestros protagonistas, bailarines muy dotados para la expresividad corporal, que arrancaron una dinámica que sería constante durante el espectáculo: el ritmo acelerado, la gesticulación facial a favor de la emoción, la evidente pátina de humor, incluso la observación semiestática en algunos momentos como contraste al movimiento de otros compañeros en escena. La atención del espectador se vierte rápida, poliédrica y ajena al tiempo más allá del teatro. «Que esto no acabe nunca» dije a mi vecino, otra víctima de aquella bella hipnosis, que me ignoró perfectamente, y ello me satisfizo.
En un acto de justicia, busqué en un programa de mano los nombres de los intérpretes, y los anoté aquí para no olvidarlos ni perderles la pista: ALICIA NAREJOS, MANUEL MARTÍN, CHELÍS QUINZÁ, CARLOS CARVENTO, BEGOÑA QUIÑONES. Los escribo en mayúscula porque estuvieron inmensos. Con una habilidad muy trabajada por años dedicados a la danza, transmitieron muchísima expresividad y, con talento vandálico, puentearon emociones luminosas entre los espectadores con sus coreografías. Estuvimos vendidos desde el principio, imposible no verse arrastrado entre aquellas apariciones y huidas tras el cortinaje, los momentos en los que los cinco se plegaban a la sincronicidad, como si una atención reclamase su autoridad, y como se repartían minutos de protagonismo en escena, ya sea para un baile con los tempos o imitar a una oveja desorientada (sí, en este espectáculo hay un pequeño rebaño suelto, no es una metáfora de este que escribe. Digamos que juegan a «estar como unas cabras»). Todo está permitido. Una oda a la libertad desde el propio cuerpo, superar barreras mentales.
Y debo confesar que, desde que comenzó la obra, adopté una propuesta en mi mente, que igual es errada, pero que en todo caso a mí me funcionaba: Comencé a ver a cada uno de ellos como una representación fluida de los diferentes pensamientos que cruzan cualquier cerebro casi que a tiempo real. Hilos mentales que vienen arropados de su propio y cambiante ánimo, por supuesto. ¿Acaso no nos cruza una idea dramática, que implosiona cuando llega un recuerdo feliz, deriva a una tontería a la que le damos alas, y segundos después nos deshacemos de ella a favor de una determinación realista que cumplir? ¿Y no pasa que estamos haciendo algo que nos entusiasma pero nos cruza la sombra de una tristeza sin nombre y que, igual que vino, puede marchar a favor de un halo de empoderamiento? Esto no es diagnóstico psiquiátrico, sucede cada pocos minutos en nuestro día a día si tienes un mínimo mundo interior, si no estás maniatado por drogas o una depresión. Pues así leí sus movimientos, su propuesta, «mentaliza tu cuerpo», ¿cómo danzarían los pensamientos? El escenario anaranjado me encajaba como una recreación simbólica del interior de una mente despierta.
Otros recursos que no se debe descuidar es tanto el vestuario, original y elegante, casi una expresión de cada personalidad, como la atmósfera sonora y visual. Creo que el espacio sonoro jugó un papel importante para la evasión mental a la que querían llevarnos, pero las luces, la bienpensada proyección de los tamaños de las sombras y la contraluz al servicio de la belleza escénica, todo ello trenzado, elevó aún más la experiencia de esta danza. Todo sumaba. Me alegró que apenas se hablase, pero reconozco que lo que se declamó fue siempre a favor de la idea, de la anatomía exaltada. «Simplemente caminar vivo por el mundo es un milagro», se confesó, «puede que las ideas valgan para algo, pero igual es más importante el tacto». Hasta un eructo encajaba en este discurso escénico. Y el momento final, que no desvelaré para mayor impresión, es un levantar la cortina, no para barrer lo que no se quiere que se vea, sino para exponerse aún más, con música de piano en directo y un par de juegos efectivos para contrastar lo natural y el plástico de otras carcasas.
Confieso que cuando se apagó la escena y empezaron a aplaudir pensé en la idiotez del público, que interrumpía una obra que aún tenía mucho que ofrecer. Luego me di cuenta de que el imbécil era yo, que estaba tan embebido que no concebía que la función había terminado, y tardé en reaccionar, en liberar los aplausos que galardonasen su tremenda actuación. Dicen que entre aplausos mueren los mosquitos, yo, desde luego, desaparecí como una bruma, sin dejar de percutir mis manos a favor de su reconocimiento.
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