A continuación, EIDÔLON – Aristófocles eterno, la colección de crónicas literarias de Alberto Revidiego para cubrir la actividad relacionada con las Artes Escénicas que se desarrollan en los teatros de Sevilla, recogidas en Revista 17 Musas y Mapa Desbloqueado. Y Aristófocles, como eidôlon que es, más fantasma que nunca, participará de esta experiencia. Si quieres conocer en qué consiste este proyecto, aquí tienes la presentación.
CRÓNICA VII: “LA LUZ DEL LAGO” – Tanya Beyeler, Pablo Gisbert, El Conde De Torrefiel
TEATRO CENTRAL – EIDÔLON, ARISTÓFOCLES ETERNO
1 de febrero de 2025 – 24s d.c. (veinticuatro siglos después de mi cuerpo)
Dos cubiletes dispuestos a la vista mientras un trilero hace sus juegos de manos, desorientando al espectador, «¿dónde está la bolita?», invita con una sonrisa, «¿eres capaz de seguirla?». A esos cubiletes les llamaré Apariencia e Intención, y ese juego de foco y trampa es la metáfora perfecta para la obra que presencié el pasado sábado en el Teatro Central, una propuesta habilidosa, repensada, plena de significados y ficciones: «LA LUZ DE UN LAGO», idea de El conde de Torrefiel y dirección, texto y dramaturgia de Tanya Beyeler y Pablo Gisbert.
Aparecía en la Sala B, vacía, con seis láminas blancas de más de dos metros de alto al fondo del escenario y otras cinco en el suelo, una predisposición que contrastaba con la oscuridad del resto de la sala. Cuando se prendió la luz, un público expectante entró en tromba, aterrizando en la no-numeración de las butacas. A los minutos, sin más aviso, se hizo la oscuridad total, repentina, abortada por la pantalla en blanco, de forma intermitente, con un par de repeticiones, hasta proyectar unas imágenes pixeladas que costaban identificar y los altavoces tronaban con distorsiones graves. Comenzaba la función con esta desorientación, pero poco tardó en salir alguien con gafas de sol, abrigo largo y, desde un lateral de aquel rectángulo blanco, simuló hablar por un micrófono y oí la declaración de «Esto es una película. Una película que se titula ‘La luz de un lago’». El primer desconcierto fue que esa mujer no volvería a salir en todo el espectáculo.
Con esta simulación, estos artistas apostaron por un juego de máscaras y profundidades para narrar historias que recreáramos en el cine de nuestra mente, ya que en escena nada es lo que parece, o más bien lo ficcionado debe complementarse mediante elementos físicos como paredes móviles, el vacío, la propia iluminación (o su ausencia) y el espacio sonoro, quizás la expresión más contundente. Otro de los recursos que no dudaron en emplear fue la propia tarea técnica del montaje y desmontaje de los recursos escénicos: se daban su tiempo para descolgar paneles, recoger las cuerdas, arrastrar paneles a un lado de la escena o cambiar de lugar algún objeto. Lo sentí como una exposición de los engranajes de la obra, una naturalización al trabajo manual que conlleva, hasta el punto de que el público los invisibilizase mientras laboraban. Lejos de eso, aquí quiero destacar sus nombres: Mireia Donat Melús, Mauro Molina e Isaac Torres. Otras veces no, decidían tomar posiciones y actuar de forma muy estática, simulando que fumaban, que veían las epilépticas proyecciones, que caminaban con un destino cierto o que formaban parte de lo que se narraba.
Y es que la narración es, al menos para mí, el punto más fuerte de esta obra. Cómo desenvolvían historias de personajes que cobraban rápida nitidez en nuestras mentes, con detalles que enaltecían la veracidad de la historia, incluso la empatía que afloraba hacia ellos. Las historias se contaban en formato de voz en off o a modo de subtítulos proyectados, y disolvían un cuento dentro de otro, síndrome de matrioshka, en el que dos jóvenes que se conocen en una rave sería una película en el cine en al que van dos amantes, y estos a su vez son una canción inserta en una carta, inspiración para una ópera en una cuarta historia. Esta idea me fascinó.
También ello me permitió anotar muchas influencias musicales aquí empleadas o mencionadas, como Massive Attack y su «Angel», Joy Division, Joe Crepúsculo, el «Something in the way» de Nirvana o «Vendredi» Flavien Berger. Llegaron a mencionar que «amor, música y LSD afectan igual al cerebro». Y es que juegan constantemente con aquello del viaje, vía alucinógenos, a verdades desconocidas. La música ensordecedora, los loops electrónicos, los colores pixelados, los cambios lumínicos, y hasta la aparición de una suerte de cortina enorme y «apeluchada» que simulaba vísceras, un cerebro en primer plano o alguna entraña protuberante similar. Apariencia e Intención. Requisito sine qua non tener la mente abierta, ahora lo veo, y debo apuntar que algunos no conectaron con la obra y, en distintos momentos, fueron saliendo de la sala una vez superada la mitad del show.
Una duda que tuve desde que aparecía en aquella sala a oscuras fue si estaba experimentando una alucinación olfativa: tenía la idea recurrente de que olía a pintura. Nada en la sala evidenciaba una reforma de última hora, de ahí mi autodesconfianza. Esta intriga que me acompañó desde el comienzo acabó dilucidándose cuando fijaron los paneles como un rectángulo enorme hacia el final de la obra y apareció uno de ellos, vestido y ataviado de pintor, y se dedicó en la penumbra a pintar sin prisa todo el panel de negro mientras se narraba la última historia en subtítulos en otra pantalla. Se tomó su tiempo, he de decir. Una vez terminó la tarea de brocha gorda, pensé que se acabaría la obra, pero spoiler: no.
Mucha gente sí que había aprovechado para marcharse, pues el reloj marcaba el inicio de la otra obra que acogía aquella tarde el Teatro Central. Lástima, se perdieron una performance en la que simulaban lanzar mierda al público (por suerte para los vivos de la sala, apuntaron a un panel del fondo del escenario), en guiño a un grupo que atentó dentro de un auditorio («la ópera es el geriátrico del Arte») y la imagen que se encontraron las autoridades al llegar era sacada del propio infierno de Dante. Nada que ver con el clásico «¡mucha mierda!» vinculado a las Artes Escénicas, aunque no hubiese estado mal doblegar ese mito semántico. Al terminar aplaudí, el ejercicio de técnica e imaginación fue sonante, aunque si volviera a verlos llevaría unas gafas de sol, una máscara de soldador, un filtro de telescopio, lo tengo claro. Con ello, me desprendí de mi quietud y corrí hacia lo que aún me depararía aquella tarde.
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